jueves, 28 de mayo de 2009

Urdimbre en la memoria

Urdimbre en la memoria

 

Ya es jueves y la vida es una omisión. Mis pasos retumban entre callejones de baldosas perdidos en algún punto de la ciudad sin nombre. Tengo la impresión absurda de andar el tiempo en dirección contraria. Las sombras son un juego oblicuo al atardecer, pobres, yacen encajonadas en la estrechez del final de un día más. El ahogo por la prisa me habita desde hace tiempo. Siempre la misma velocidad inaudita asalta mi tranquilidad y voltea de cabeza el tímido acomodo de los sucesos en la bitácora de mis reminiscencias.

Al fin llego. Subo por la escalera o eso que parece ser un montón de peldaños amontonados, justo allá, en el último rincón. Todo está impregnado de mugre. En la atmósfera se percibe un olor a pátina de vidas. Cada huella que descubro me remite a una historia. El vaso vacío con dibujo de labial sobre el filo, da para muchas anécdotas, quizá alguna verídica. Una mujer disfruta de bailar salsa, poco antes de irse, pide en la barra un mojito para llevar. Aún faltan unas horas antes de amanecer, el vaso es el único recuerdo de lo que resta de esa aventura. Más allá, observo lo que resta de un cigarro. Tres pasos más y tengo otro hallazgo: una boquilla con apariencia de lámina, está ahí, adherida al piso de cemento, alguien la pisó insistentemente sin percatarse que ya no quedaba ninguna brizna de fuego. Entonces y sólo entonces, imagino al hombre de corbata y traje que fuma y tiene la costumbre sonámbula de hacerlo sin razón. Del mismo modo, viene a mi mente la mujer que fue al encuentro de su amante, diez años menor que ella, se presentó puntual a la cita acostumbrada en algún hotel cercano. Apenas tuvo tiempo de volver a casa antes de que el marido notara su líquida ausencia. Al subir a su auto, encendió el cigarrillo para dejar atrás la ansiedad que permanece abrazada a su piel. La adrenalina de su vida esquizoide la mantiene interesada en vivir un vértigo, sin ella todo sería una costumbre pasmosa y dejaría de tener sentido el sinsentido de lo cotidiano. El chavo con jeans dueño del mundo menos de poder controlar su gusto adictivo por el cigarro y la adición a la libertad que lo apresa en un continuo liberarse de todo y de nada. Casi a punto de rodar cuesta abajo, me encuentro un envase de cerveza. Lleva el tiempo encajonado adentro del cristal color “rompe el día”, esa hora en que los demonios se adormecen o salen de fiesta y pasean desinhibidos a la luz de la oscuridad. Cada cadáver de humo me lanza a inventar acontecimientos que son prólogo para un desenlace. Aquel territorio es un mundo desapercibido, subterráneo y callado, pertenece a la zoología fantástica de lo atemporal.

Al fin, el tercer piso del laberinto.

¾Sí, estoy segura que lo dejé en este nivel, cerca de aquel blanco.

¾¿Me estoy confundiendo con la vez anterior?

Esta manía de vivir corriendo desdibuja mis recuerdos y sólo flotan imágenes vagamundas. La poca luz al interior del estacionamiento me produce vértigo en la memoria. No hay nitidez. De entre el silencio lúgubre, logro escuchar mis propios pasos sobre el piso barnizado de grasa y polvo. Por descuido y costumbre se han ido acumulando capa tras capa.  En automático, rescato las sensaciones de ese día, servirían para cuento de suspenso. El silencio se resquebraja por la música sincopada de mis tacones negros. Me detengo por un segundo, veo mi reloj, un alivio, tengo el tiempo justo para regresar. No quiero llegar tarde.

A contra luz, descubro una silueta con trapo. Se mueve con ritmo acompasado, se le ve el oficio profesional para limpiar la superficie del “Astra” rojo. Las mojigangas desfilan frente a mi sonrisa. Sin detenerme en la imagen onírica del hombre de trapo, introduzco mi mano en la bolsa. Tengo la esperanza de hallar, entre ese mundo de entes, las llaves de mi auto. Toco a cada uno de los seres inanimados que acostumbran visitar los lugares en que deambula mi existencia itinerante. Mi piel adivina formas y voy desechando una a una: la libreta, el monedero, los lentes, los lápices, la pluma, hasta que siento el frío del metal.

 Antes de abrir mi automóvil, se estrella frente a mis ojos la figura de un ser indefenso. Asoma de la chistera de la nada. Me sorprendo al verlo ahí. Tiene una extraña forma de inmiscuirse, de pronto, en mi vida. Sin analizar por qué, me provoca gran incertidumbre. Tiro los dados del juego. Comienzan a surgir mis hipótesis: es una pista, un regalo anónimo, una burla absurda, un invento mío para poder escribir un cuento.

¾¿Cómo llegó hasta aquí? ¾me pregunto, mientras recorro el lugar con la mirada. Ya cerca de la puerta de mi automóvil, trato sin éxito de adivinar el significado de su presencia.

¾¿Lo debo dejar en el mismo lugar?

¾No, mejor será tomarlo con cuidado. atraparlo

¾¿Usted sabe para qué es, quién lo dejó? ¾cuestiono al señor que está terminando de lavar el “Astra”:

Me doy cuenta, un poco tarde, de haber provocado una tormenta de preguntas ajenas a su interés. Ante mi asombro por el intruso, ni siquiera buenas tardes dije. Por única respuesta obtengo, un murmullo:

¾Es una estadística ¾moja el silencio en la cubeta y sigue en lo suyo.

Recobro el pasado y rompo el instante de intriga en mil dudas.
Al ver el ente-objeto con detenimiento, me produce una ternura indescriptible. Lo agarro suavemente con mis manos para no hacerle daño. Subo a mi auto con una calma impuesta por el desconcierto. Abrocho mi cinturón de seguridad. A él  lo coloco a salvo en el asiento delantero. Reversa, hacia adelante, de nuevo reversa, el espacio es comprimido, reducido a un descanso en el ajetreo de la ciudad llena de cotidiano. Dejo atrás mi lugar, queda el vacío lleno de ausencias. Comienzo a descender por el laberinto, a través de la estrecha rampa. Se forma un juego de luz. Por instantes, se ilumina una zona, avanzo y vuelve la oscuridad.

Las ideas giran en espiral. Ahora, transitamos por la calle subterránea. Queda detrás una desviación con un letrero: Calle de Alonso, Teatro Juárez. Sigo en el túnel. No dejo de imaginar un sin número de posibilidades. Voy con mi vecino al lado. Me da la sensación de que es una botella tirada al mar. Alguien la arrojó lejos de las playas de arena. Lo dejaron en el centro geográfico de un día cualquiera. La estadística con rostro de incógnita sigue junto a mí. Puede ser una broma en blanco, sin mensaje, palabras, ni instrucciones para guiar la sorpresa y al sorprendido.

A mi regreso te cuento la historia, sólo poseo algunos hilos de la trama.  Pongo frente a ti al nuevo inquilino, aún no adivino su origen, ni cómo llegó. Me imagino un olvido en cualquier esquina, flores que nacen sobre cristales y permiten ver aromas. Un detalle extraviado que detiene el paso del tiempo. Lo acaricio con la punta de mis dedos y sufre una metamorfosis, en donde escribo: vuelve la oscuridad bajo la mirada del silencio, es jueves y todo es olvido. Las letras negras resaltan sobre lo verde fosforescente del post-it.

 

Rosa Delia Guerrero


Próxima sesión Tutoría en narrativa

Reciban este atento recordatorio en relación a la siguiente sesión con Alberto Chimal, en el marco de la Tutoría en narrativa, por efectuarse los días viernes 29 (16:00 a 20:00 hrs.) y sábado 30 de mayo (10:00 a 11:45 hrs.). Este último horario con motivo de la presencia de la escritora Elena Poniatowska en el Centro de las Artes de Guanajuato. Los compañeros que deseen compartir sus textos, favor de traer las copia de rigor. En cuanto a la charla con Elena Poniatowska, esperamos, también, contar con unos minutos para firma de autógrafos.

martes, 26 de mayo de 2009

Elena Poniatowska en Salamanca


El Instituto Estatal de la Cultura a través del Centro de la Artes de Guanajuato, los invita para que nos acompañen a la charla que la escritora Elena Poniatowska sostendrá sobre sus experiencias dentro del género de la narrativa breve (Lilus Kikus, Querido Diego, te abraza Quiela, De noche vienes y Tlapalería), el próximo sábado 30 de mayo, a las 12:00 hrs., en el Centro de las Artes de Guanajuato, ubicado en la calle Revolución No. 204, Zona Centro, Salamanca, Gto.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Psicorreloj

Psicorreloj.- 1. (Psique, psiquis: alma, mente, intelecto, inteligencia) sust. Llámese de la cronología descriptiva entre lapsos de estabilidad-inestabilidad mental.
2. sust. Recidivancia de enfermedad mental. Vg. “su psicorreloj se descompuso otra vez, está loco”.
3. mit. De psicocronos. En la antigua Grecia, antes del relato de Psiquis y Eros existe un relato apócrifo acerca de Cronos, que habla del primer amor de la bella Psiquis, en el cual el padre de Zeus, Cronos, se enamora de esta mortal y quedando ella embarazada procrea a la criatura asexual de Psicocronos. Como semidiós su capacidad era controlar los movimientos del alma, al modo griego, o sea, la inteligencia (en los “Diálogos de Platón” Sócrates analiza el origen de la palabra Psiquis, llegando a la conclusión que esta palabra que deriva en “alma”, viene de psujee que significa que transporta y mantiene la naturaleza y a su vez “alma” era el entendimiento, pues cuando ésta se desprendía del cuerpo, que era su penitencia, lograba entender a los dioses). Cuando los romanos dominan a los griegos el mito se distorsiona convirtiendo a Psicocronos (algunos llaman aquí al personaje Psicosaturno) en una quimera enferma, propia de una relación impura. Al ser un demonio, al modelo occidental (los demonios de la antigua Grecia eran bienhechores), Psicocronos se convierte en un “loco” en sí mismo, que ataca sin razón a diferentes hombres, que más allá de tener una posible posesión divina son victimas del impulso impuro de Psicocronos, haciéndolos perder el contacto con la realidad, siendo usado en el sentido amplio para cualquier tipo de deficiencia o sicopatología. Vg. “si Sócrates no fue tocado por Zeus entonces fue tocado por Psicocronos” o incluso “–enloqueció Platón –Si, durmió como su maestro con Psicocronos”.
4. m. Como es normal, con el paso de los siglos, algunos estudiosos del arte y la metafísica mantuvieron la idea de la locura causada por un espíritu juguetón y desequilibrado llamado Psicocronos. Su punto de vista, decían, era más “científico” que mitológico, ya que al ser el hombre controlado por una serie de ciclos circadianos, también debíamos de tener momentos de locura controlados por un tipo de ciclo circadiano, mismo que era controlado por un señor gobernante: Psicocronos. Vg. “el ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha sufrió en su vida dos etapas o ciclos nocturnos en su psicorreloj”. Esto previo a los estudios de Jean Marie Charcot, cuando aún se clasificaba a las psicopatologías como “lunáticos”, donde la luna parecía ser un factor determinante, llamados además de lunáticos “nocturno en el psicorreloj”. Muchas figuras y pinturas representan a este espíritu desequilibrante sentado en los cuernos de la luna, ya que se convierte ésta, de a cuerdo a relatos medievales y posteriores, en su morada.
5. ideología. Algunos dadaístas, en boca de André Bretón, manifestaron: “quien jamás deja de darle cuerda a su psicorreloj lleva una vida pusilánime, superflua, insulsa, sin valor y sin que valga la pena vivirla. El artista olvida, olvida alimentar su cuerpo que no su alma; olvida dormir, pero jamás soñar; olvida al mundo, las personas, las horas, los lugares, las fechas, pero sobre todo, olvida darle cuerda a su psicorreloj” (del falso “Tercer manifiesto surrealista”) [de aquí, dicen algunos, nace el lugar común usado por Benedetti: “…olvidó todos los números… y por lo tanto todos los teléfonos y las calles y el color de los ojos y los cabellos y las cicatrices y en qué esquina, en qué bar, en qué parada, en qué casa…” y por Silvio Rodríguez: “…olvidar que fue mío una vez cierto libro o hacer la canción…”]. De aquí algunos filólogos aseguran que viene la expresión “esta cuerdo”; “no esta cuerdo”
6. lit. Algunos autores le dan un sentido metafísico más allá de lo antes explicado. Se cree que es importante la creación de un alter ego o en otros casos un personaje a nuestro servicio, al menos según la concepción de algunos literatos. Por ejemplo, para Kafka hubo un Gregorio Samsa que hasta antes de convertirse en cucaracha, mientras el personaje revoloteaba en la mente del autor, le daba cuerda a su psicorreloj. Para Cervantes estaba la bella Dulcinea del Toboso, creación de su creación, personaje bondadoso que nunca se olvidó de darle cordura (o cuerda) a su autor. Para otros tantos a veces decían haber perdido su función como dadores de sentido, como es el caso del Hamlet de Shakespeare, lo que lo hacia flotar en un ambiente ambivalente de locura y cordura. Algunos autores incluso mencionaban a su personaje encargado del psicorreloj, por ejemplo el Marqués de Sade: “Justine además siempre llevaba consigo un psicorreloj…” al darse cuenta de lo poco práctico o literariamente poco funcional de este elemento decidían eliminarlo del texto final, sin embargo en los manuscritos originales aún encontramos este tipo de muestras. Por cierto, se le adjudica a la mala decisión de personajes como el Marqués, de matar en su obra a Justine, la posterior locura, sufrida por el autor.

Juan Colorado

Juan Colorado no era un personaje gris. Tampoco era naranja, verde, morado, azul, rojo, negro… no, lo único que podemos decir es que era constante: ¡siempre vestía de blanco! Y no es que su profesión se lo pidiera, no era médico, no era carnicero, ni pertenecía a alguna secta de África-Asia-América media-oriental-occidental, simplemente vestía de blanco. Por si fuera poco su rutina diaria era invariable: trabajaba de lunes a sábado en una tienda de autoservicio con horario fijo, doce horas diarias. Los domingos, que debieran servirle para descansar, los usaba para ordenar una y otra vez las conservas (demasiadas para una persona normal), primero por contenido, luego por orden alfabético del contenido, luego el orden alfabético de la marca distribuidora y por último y definitivo por color; esta última resolución era siempre la definitiva, del blanco al negro, las latas transitorias de un color a otro eran a veces un problema, a veces un juego y otras tantas un enigma, por ejemplo las latas de sopa “Campbells”, una oda a Warhol.

Su rostro era invariable también: pelo negro, un poco cano, piel clara y ojos verdes. Dientes blancos, labios rojos y una insípida peca café en la mejilla izquierda. Ni hablar de sus pensamientos, siempre creyó que la felicidad consistía en la consistencia, precisamente, ese era su único juego de palabras permisible, no aceptaría una mancha de tinta en su pagina inmaculada. ¿En qué calle vivía? Fácil, en la Colorín Colorado numero sepia.

La descripción del Colorado no es lo importante, bien podría haber sido una piedra rosa, un jilguero dorado o un pensamiento simple y ámbar, lo importante es lo que le sucedió un día de repente, cuando decidió usar calcetines de bolitas, si, de bolitas verde pardo. Ese día tuvo más comezón de lo normal, no le prestó atención. Al día siguiente, satisfecho del resultado del cambio un golpe de valentía le ordeno usar unos tenis acebrados y otros calcetines, esta vez cafés. Así continuó durante una semana. Mientras se ponía unos calcetines negros usaba un pantalón de mezclilla, luego al siguiente día se aventuraba con un a camiseta morado claro con un pantalón de pana verde, unos boxers azules y unos zapatos negros, de charol.

Lo curioso, pero a lo que no le prestó atención es al cambio en su tono de piel, mientras él se convertía en un colorido personaje de semáforo, su piel se transformaba en un musgo amarillento y sus ojos se recubrían de una capa en la esclerótica, antes blanca, ahora del mismo tono de la piel, respetando sólo el limite de sus pupilas. Su temperatura, si la hubiera tomado se habría dado cuenta, iba subiendo acorde con la tonalidad de su ropa: entre más roja o más oscura más alta.

Esto fue continuo y recíproco: camisa azul con pantalón naranja 36.5 grados Celsius; camisa morada y pantalón azul para 37 grados; camisa roja y pantalón azul petróleo 37.5 grados; calcetines amarillos igual a comezón en la cabeza; calcetines café claro un poco de dolor de cabeza; calcetines negros=migraña. Ropa interior verde nauseas; ropa interior negra vómitos continuos. Camisa negra, pantalón negro: 39 grados. Al hospital.

Durante semanas Juan reposó en el hospital reponiéndose de la extrañísima anemia tipo “Coloradosis”, nombrada en honor a su único portador.

Los pensamientos de Juan divagaban, iban de ideas comunistas rojillas hasta ideas de fervor azul religioso. Cambiaban tanto como las sabanas del hospital: azul claro, blancas a rayas, morado insípido.

Llegó la semana de la ropa de cama blanca, a la par con la mejoría de Juan. Hasta que el día de cambio de ropa de cama, la semana que tocaría un continuo cambio de cobijas de flores moradas de campo, Juan se levanto antes de que llegara la enfermera, él con una estabilidad envidiable y sin rastros de la enfermedad, así que antes de que el recibo del hospital llegara y lo pusiera de mil colores tomó la ropa que estaba a la mano: ropa de quirófano blanca y una bata del departamento de lavandería del hospital. ¡Parecía un completo medico! Salió sin problemas por la puerta caminando tranquilamente pero con un poco de prisa. El cielo era gris, iba a llover, la calle era gris asfalto, el ambiente era gris. De repente, a sus espaldas notó la roja alarma que provocó en los guardias de la puerta al avisarles que el multicolor paciente había escapado, los guardias entraron corriendo al hospital a buscar por todos sus rincones. Juan aceleró aun mas el paso sin atreverse a levantar la cara del suelo.

En su huida olvidó tomar el paso peatonal verde, a veinte metros de distancia, así que sin darse cuenta un coche gris (como el día, como la calle, como la suerte y el azar) lo atropelló. El color atónito de la calle empezó a pintarse de rojo, el clima se torno multicolor, obedeció a diferentes tonos: al rojo de la sangre, al verde nauseoso de los espectadores voluntarios-involuntarios, nubes negras de lluvia, sirenas rojas y azules, fuego ámbar que prendía cigarrillos rojos, blancos, verdes, amarillos y hasta rosas de los espectadores; verde de los árboles de la avenida en guardia contra los colores cambiantes de los coches a toda velocidad, todos los tonos, hasta el blanco de los rostros: el del conductor asesino y el de la victima antes multicolor. Empezaba a desaparecer el color de Juan recién recuperado, a excepción de la sangre roja que empapaba la ropa blanca robada. Luego entonces la carne descolorida que alimentará unos gusanos blancos, opacos del panteón donde será enterrado; mismos gusanos que se convertirán en alimento de aves negras, mismas aves que se convertirán en presas de gatos pardos y de otros gusanos, mismos que con sus heces cafés alimentarán plantas verdes. Éstas mismas que alimentarán frutos y verduras rojas, naranjas, mismas frutas y verduras coloridas que alimentarán a otros humanos multicolores que se mantendrán del negro al albino, hasta el día de sus muertes en que alimentará su sangre roja la tierra café, el pavimento gris, su carne marrón a los gusanos blancos, opacos, que alimentarán…

El suicidio de Auguste Dupin

El suicidio es abominable. Esta es la peor forma de iniciar un relato, sin embargo no podría decir otra cosa. En la mayoría de las culturas occidentales (no me atrevo a decir todas, C. Auguste Dupin se decepcionaría si intentara un absoluto al relatar un suceso que a fin de cuentas le pertenece) y también, creo, en la mayoría de las occidentales el suicidio es abominable, como he apuntado; el quitar la vida a un ser vivo (así seamos nosotros mismos) implica una responsabilidad moral y emocional, es comprometerse con un elemento de un sistema aparentemente caótico, pero que mantiene una estructura en equilibrio, endeble, pero en equilibrio. Sobraría decir que aquellos que profesan una religión por lo general mantienen un carácter de respeto a la vida en un grado exacerbado, obviaré otros tipos de rituales que le otorgan grados honorables y obligatorios a esta practica en casos específicos, ya que no cuento con los datos suficientes para hablar de ello y los que poseo son bien conocidos por cualquier mortel. Bien, salvo los casos de honneur, el suicidio fue tema de pocas pláticas entre mi amigo y yo, ya que lo considerábamos una salida absurda, una salida que en general era una retirada en polvorosa con un dejo de cobardía y por qué no, una opción poco saludable (tomando en cuenta el entorno del finado).

Sin embargo el entorno social de Dupin no era un tema a tomar en cuenta, como ya lo sabe el lector de los famosos casos resueltos por mi amigo, Auguste no parecía tener familia, ni un rastro, y después de años de vivir con él, casi podría asegurar que carecía de una línea delatora de sus orígenes, además del apellido, que tampoco no lleva a ningún lado, ya que los Dupin que podríamos buscar en el sistema de correos no parecen tener relación o al menos no aparentan tener interés en algún tipo de lazo emocional ni filial con Dupin. Podríamos decir que dados los casos sonados resueltos por este personaje no faltaría el familiar buitre que buscaría una cierta ventaja económica en las habilidades del ahora muerto. No está de mas decir que en el funeral de Dupin no hubo una atmósfera desierta, pero debemos acotar que ninguno de los asistentes tenía un interés emocional en el asunto de requerimiento social (ni los muertos se salvan de este petit cirque), lo que es más, la mayoría de los asistentes jamás tuvieron un encuentro personal con mi amigo, fuera de una figura azarosa en el cuadro de vida donde dos transeúntes cruzan una mirada furtiva o despectiva al pasar al lado de otro. El único personaje que vale la pena mencionar para este relato seria el funcionario, prefecto de la policía monsieur G****, ahora retirado pero aun así, con los suficientes contactos dentro de la comisaría como para facilitarle elementos para cualquier investigación.

Pero vayamos por partes. Hacía ya varios años que abandoné París, no me fue difícil despedirme de Dupin, nuestra amistad, los dos lo sabíamos, era más funcional que atados de sentimientos convencionales, por lo tanto era más fuerte, pero aceptábamos tácitamente todo lo que esto conllevó durante años. Además, yo como aprendiz involuntario era obvio que constituía una temporalidad finita en un clima catedrático, que en dado momento llegó a su fin. Así fue, de un día para otro decidí que les nuits parisiennes no me satisfacían ya, si bien la compañía de mi amigo era lo invaluable, lo efímero era lo indispensable, así que después de una breve despedida, el mismo día de mi decisión partí. Mantuvimos el contacto, los amigos siempre son un pretexto para aquellos que disfrutamos del idealismo epistolar. Viajé y aprendí distintos idiomas a la par que avanzaba nuestro juego de ajedrez: casi obligué a Dupin a aceptar a jugar con este sistema tan propio del juego que implica coordenadas, además de que usted recordará que Dupin no era un aficionado al ajedrez, es más, lo consideraba insulso y para mentes inferiores. Así, solo para apuntar digamos que Dupin era tan bueno para jugar como para objetar en contra del ajedrez, o sea: siempre perdí. Bueno, no siempre, perdón por el absoluto, últimamente parecía Dupin que era un niño al que enseñaba a jugar, supuse que me hice tan bueno para jugarlo que leía sus jugadas dos cartas antes de tener la movida de mi contrincante. El ultimo juego fue un absurdo, con mis piezas (negras) haciendo un jaque de torre a su rey en c3, así que su siguiente jugada obligatoria sería perder su ultima torre al estar en línea con su rey en c5, quedando el juego en tres piezas: dos reyes y una torre, la mía. Sin embargo nunca recibí las ultimas jugadas de mi amigo (qué importaba, igual por su temperamento predecía que se iba a rendir, en el ajedrez solamente); en cambio, recibí una carta de monsieur G**** dándome la noticia de su fallecimiento, o lo que en las propias palabras de G****:

“Estimado señor Poe, es una pena tener que ser yo quien le de la noticia: nuestro amigo ha muerto. Sin embargo me recoge un sentimiento de deber dada nuestra intermitente amistad y mutua con C. Auguste Dupin, a quien ambos hemos apreciado y con quien hemos compartido. Sin más rodeos me gustaría que nos pudiese acompañar a su entierro. Se preguntará usted como es que éste no ha sucedido, pues bien, gracias a una serie de amigos que no viene al caso dar sus nombres, he logrado que su cuerpo se mantenga en el forense en un estado de congelación para conservarlo, mientras le escribo el cuerpo reposa en una cama de hielo y yo aprovecho para llevar a cabo el fin por lo que pedí este favor: buscar familiares del finado para que nos acompañen a la última morada de Auguste. Con cariño su amigo y doliente G****”.

Cuando recibí esta misiva me encontraba en Rumania haciendo una breve visita a los castillos de los condes que llegaron a habitar esta región de días oscuros casi sempiternos, al menos en atmósfera. La noticia fue un carámbano helado, ya que aunque al parecer nuestros lazos afectivos eran escuetos, la noticia en si era desgarradora. Me explico: alguien con la personalidad de Dupin simplemente y de forma absoluta ¡no podía suicidarse! Para mi era de lo más inverosímil. Auguste, persona fría y calculadora al parecer carecía de elementos para atravesar por una depresión, sin lazos afectivos, sin el interés por crearlos, con una vida ermitaña y completamente funcional, además de una personalidad en absoluto intelectual y, me perdonara mi amigo, desdeñosa y soberbia, el suicidio no encajaría en su vida a menos que éste fuera una forma de enaltecer algún tipo de carácter intelectual o que creara algún tipo de investigación que necesitara algún tipo de destreza para desentrañar un crimen y dejar al final claro que había sido un suicido. Sin embargo esto seria una especie de última broma macabra de mi amigo, completamente fuera de contexto… vale la pena mencionar que inmediatamente recordé las platicas que tuve con mi amigo acerca de este acto, el suicidio, y lo que es más, recordé que cada vez que el tópico era siquiera aludido mi amigo parecía persignarse en silencio, digo parecía pues bajaba su cabeza por un momento y al levantarla aludía a alguna personalidad religiosa para condenar el acto.

Para mi era bastante claro: no podía tratarse de un suicidio.

Inmediatamente aborde un tren a París, después de los dos días de viaje llegué a mi destino. Obviamente tenía un lugar a llegar programado: mi antigua casa compartida con el finado. Dentro de la impresión que me llevé al leer la noticia y tomando en cuenta que la carta tardaría lo mismo que yo en llegar, decidí no avisarle a nadie que asistiría al entierro aún en caso de que se me pudiera esperar. Al llegar a la vieja casa en la faubourg Saint Germain, quien me recibió fue el prefecto G****, como si fuese un inquilino habitual en aquel lugar. Me abrazó, lo que removió un poco de asco, condescendencia, coraje y agradecimiento dentro de mi hacia este personaje, ahora mucho más viejo y regordete. Después de que intentó ayudarme a bajar mis cosas y a establecerme en mi antigua habitación regresamos al estudio para compartir detalles con el exfuncionario, ahora retirado. Acababan de enterrar a Dupin.

­–Fue una suerte que me encontrara aquí –dijo G****– voy llegando del camposanto. Debo decir que fue una lástima que no nos acompañara… digo nos acompañara en sentido figurado pues debo de informarle que no lo pude esperar ya que mis intentos por localizar a algún familiar de Dupin obtuvieron los mismos resultados que la espera de una respuesta suya. No es que le reproche algo, simplemente que pensé que Dupin y yo estábamos abandonados, ahora sin usted, a la completa soledad. Si bien hubo una multitud, por así decirlo, nadie estuvo ahí por las razones que estuve yo y que hubiese estado usted, estoy seguro. Al parecer Dupin no tenía familia, ¿alguna vez le comento del paradero de algún familiar a usted?
–No –dije secamente y aun conmovido por la imagen que esta soledad y ausencia de sentimientos sinceros en un entierro, el de mi amigo, despertaba en mí. Casi lamentaba tanto este hecho dantesco como la misma muerte de mi viejo amigo.
– ¿Tampoco asistieron D****, R****, F****? –pregunté.
–Usted me disculpara pero la suerte de D**** pareciera estar vinculada como un espejo a la de Dupin: se suicidó sifilítico y en la ruina, únicas diferencias con Dupin, hace casi un año, no sabía que también era su amigo ¿debí avisarle?
–No, no se preocupe, sólo se que Dupin y D**** llegaron a rivalizar y ser amigos en un momento dado.
–Soy un hombre viejo y estoy retirado, sin embargo no puedo quedarme mucho tiempo más con usted a acompañarlo, las noches de París se han vuelto frías y no hay quien prepare mi cena en casa, así que me retiro, pero antes me gustaría entregarle algo que le pertenece.

No alcancé a preguntarle por el destino de su mujer, habló muy rápido y cuando tuve tiempo de reaccionar ya extendía hacia mí una carta con la firma de Dupin y un sello, para mi desconocido hasta entonces. En la sorpresa que esto me causó el anciano había atravesado la puerta y me dejó en el quicio observando a las viejas noches Parisienses que tanto me habían saturado antes y que ahora me causaban una especie de melancolía reconfortante, casi como si tuviera la seguridad de que al voltear y regresar al estudio, después de acompañar a G**** hasta la puerta, me encontraría a Dupin sentado con su bata y los pies sobre el taburete, fumando de su pipa, viendo a la nada por encima de sus lentes verdes, fijamente a la nada, como si yo nunca hubiese estado ahí… siempre fue así, tantas veces fue así.

“Mi estimado, mi querido y entrañable amigo” empezaba la supuesta carta de Dupin dirigida hacia mi, el nunca hubiera sido tan afectuoso… “se preguntará que ha pasado aquí. Pues bien, no ha pasado absolutamente nada. Podría extender mis líneas hasta el horizonte en una explicativa y alegórica sarta de oraciones sobre las metáforas de las velas que han de apagarse, sobre el ciclo de la vida y la muerte, sobre las plantas y los animales y la comparativa con el ser humano, pero eso ya no me interesa, mi mayor interés seria en este momento visitar el primer nivel del infierno para poder hablar con los grandes griegos, así que sin mas me despido y le agradezco su tiempo, además de las veladas y su amistad. Por cierto, la jugada sería Rc3-d4. Un abrazo.”

Desconcertante debería decir: Dupin mostraba en esta carta dos características desconocidas para mi: su afectividad y una forma escueta de escribir, o sea, poco descriptiva. Si Dupin disfrutaba algo era el dialogo de las formas en que llegaba a sus descubrimientos, casi mágicos, relacionados con los casos que resolvía. Aquí decidí iniciar con mi investigación: no era posible que Dupin hubiera cometido suicidio, alguien debió matarlo. Después de resolver tantos casos y de meter a la cárcel a tantos personajes y arruinar a otros tantos no le faltaban enemigos con motivos suficientes. Las siguientes fueron anotaciones que hice a modo de conversación sostenida con un imaginario Auguste Dupin, es obvio que aunque su aprendiz, mejor, su compañero, también era una tarea no fácil de manejar el iniciar con la investigación que me parecía, para variar, un mal seguimiento de hechos realizado por la policía parisina. Yo aún no contaba mas que con la carta que obtuve de G****.

-La policía acepta la versión del suicidio –le dije a Dupin.
-Sí mi amigo, la policía de París, la misma que muchas veces recurrió a nosotros para sacarlos de sus atolladeros, no olvidemos los casos que resolvimos.
-¿Entonces estoy en lo correcto al suponer que no se ha suicidado? –le cuestioné a mi imaginario amigo.
-Mi querido amigo, con los datos que tiene debe deducirlo, o buscar más información si no le basta, ya que he muerto no sería correcto resolver su vida desde mi muerte. La implicación moral de este hecho es grande, incluso para alguien que fue asesinado o que cometió suicidio, ya que esto genera una dependencia. Imagine que soy una creación de su mente, lo que sigue es una serie de sucesos aparentemente reales que componen solo un elemento retórico de solución para una vida estéril, lo que otros llamarían locura. Si ha sido un buen aprendiz llegará al resultado por usted mismo y sin que yo le anticipe el resultado.

Pasé esta primera noche en una serie de cavilaciones que me llevaban solo a rodear la carta una y otra vez. No tenía diarios ni a quien recurrir a esas horas nocturnas para recabar datos. Además G**** amablemente me advirtió que tenia tres días para buscar donde quedarme a vivir, ya que al parecer Dupin había donado su morada a la estación de policía, y ese lapso de tiempo era el que tendría para disfrutar de la atmósfera abandonada hacía unos cuantos años por mi. Decidí al cabo de ese lapso acabar con mi investigación y tener un resultado sólido, ya que saldría de esta casa con dirección a la estación de tren: no volvería jamás a París.

El día fue nublado de principio a fin. Temprano por la mañana me dirigí a casa de G****, ya sin su título de prefecto. Él mismo abrió la puerta, vivía como siempre en la Rue J****, sin embargo el barrio había cambiado, era un caos total, aquí si cabe el absoluto.

–Pase –me recibió G***– ¿En qué puedo ayudarle?
–Buenos días. Gracias por ser directo, lo seré yo también –le dije– ya se imaginará que la idea del suicidio es para mí una falacia. Dupin no pudo haberse suicidado, es simplemente imposible –insistí.
–Eso es lo que pasó –me interrumpió.
– ¿Sólo a mi me dejó algún tipo de nota o alguna referencia?
–Si mi amigo, así fue, al parecer solo tenía aprecio por usted –noté cierto desdén en su oración.
–Y el asunto de la casa… ¿con quien notarizó la donación?
–Conmigo –dijo con cierta agresividad. Empecé a dudar de G****.
– ¿Quién lo encontró… muerto? –evité la palabra “suicidio”.
–Yo –y aquí su tono me pareció retador, sin embargo muchas veces Dupin me hizo notar mi carácter impulsivo y de opiniones aventuradas, así que aunque G**** tomó el primer lugar en mi lista de sospechosos eso no decía nada, era la primera persona que interrogaba y francamente no sabía con quién seguir.
–Debe hacerse a la idea de que Dupin se suicidó, se volvió loco, si quiere, pero fue un suicidio –me dijo.
–Bien –concedí–. Reláteme cómo fue que lo halló –transcribo lo que podría ser su “declaración” ya que lo anoté para mi “diálogo” con Dupin.

“Llegué por la tarde, casi al anochecer a casa de Auguste. Desde hacía un tiempo él me pedía que lo visitara, insistía en jugar ajedrez conmigo. Durante semanas repetía el mismo patrón de juego, como si no jugara con la persona que tenía enfrente, como si jugara sólo. Hasta el día que lo encontré muerto supe que jugaba siguiendo la estructura del juego realizado con usted, cuando abrí la carta que usted le envió con la ultima jugada y las ultimas noticias de su viaje, usted me disculpará pero lo hice con la intención de tener noticias de usted para escribirle e invitarlo al funeral, que yo mismo financié, de esto usted ya sabe el resto. Como le decía, llegué como era una costumbre para nosotros, estuve tocando la puerta y nadie abrió, así que decidí regresar a mi casa, pero camino a esta recordé a mi esposa… murió, por cierto” lo interrumpí para darle el pésame. “Gracias. Pues bien, le decía, recordé a mi mujer, a mi madre, a mis compañeros muertos en el cumplimiento del deber, tal vez usted crea que estoy loco, tal vez es por que soy poeta. Tal vez se lo debamos adjudicar al tono mortecino especial de esa noche. Antes de ajustar mi llave a la cerradura de esta casa decidí regresar a intentarlo una vez más. El resultado fue el mismo y como ya había perdido más de una hora caminando y en el proceso de la llamada en puerta de casa de Dupin y agreguémosle un arranque de melancolía de mis años de servicio, decidí romper la puerta. Fue sencillo, es una casa vieja, no necesito decírselo. La casa estaba en un extraño desorden, cosas tiradas por el suelo, sombreros, lentes, abrigos, floreros, agua, etc. Así que me apresuré gritando el nombre de Dupin. La ausencia de respuesta me llevó al estudio, donde lo encontré placidamente sentado en su posición tradicional con la pipa sobre su regazo. Le tomé el pulso: ausente, el cuerpo completamente frío. Salí, hablé a la policía y en un minuto la casa parecía la escena de un crimen, poco después, al encontrar la nota de suicidio de Dupin todo cambió, se procedió a desalojar el cadáver y dejar la casa abandonada, hasta que mencioné la voluntad de Dupin de donar la casa, así que mandaron a agentes a limpiar el lugar, preparando la casa para una inspección de rutina para analizar que tipo de inmueble se instalará ahí: comisaría, secretaría, o lo que sea. La carta dirigida a usted se encontraba en el interior de su bata.” Pregunté en qué bolsillo. “¿Es eso importante?” “curiosidad” mentí. “no lo recuerdo, el derecho, creo.” Dupin era diestro, para usted lector y para mi será obvio entender que para un diestro es mas sencillo guardar las cosas en el bolsillo izquierdo de la chaqueta por el acto de cruzamiento de las manos para acceder a los bolsillos de la misma. Sin mayor interés en la declaración de G**** me marché a casa, ya pasaba del medio día.

Mientras caminaba por las ajetreadas calles del medio día de París decidí consultar los periódicos, en un orden condenatorio, el mismo que teníamos Dupin y yo al investigar ciertos casos. Buscaba las ediciones de los días siguientes a la muerte de Dupin. Algunos los conseguí sin dificultad, bastaba hablar a la redacción y tenía un paquete no solo con los periódicos posteriores al día del fallecimiento, sino con un compromiso de suscripción anual, única condición para facilitarme los documentos. L’Etoile, Le Commerciel, Le Soleil, Le Moniteur, Le Mercure, Le Diligence, y cientos de páginas de cada uno abarrotaron el estudio del chevalier Dupin, con estériles resultados, excepto por lo que narraré a continuación en un diálogo con mi amigo muerto:

–Sólo una mención en L’Etoile y tan vaga como lo es su nombre en la sección de obituarios mi querido Dupin –dije.
–Usted conocía mis hábitos eremitas –me recordó Dupin.
–Sin embargo esperaría algo mas de sus amigos o familiares, nunca se está tan solo para vivir tan holgadamente como usted y no recibir en algún diario más que un vagabundo. Lo que es más, ¿no debió G**** pagar una mención? Se supone que buscaba familiares de usted, la mejor forma además de un directorio sería a través de un diario, ¿me equivoco?
–No –replicó– sin embargo no es muy exacto lo que usted asegura. Supongamos por un momento que haya tenido familiares, sería muy aventurado suponer que estos familiares se preocuparan por mi, ya que usted que vivió conmigo durante años jamás tuvo noticias de alguno de ellos. Ahora bien, aunque los tuviera en algún lugar lo más probable en caso de que me haya suicidado hubiese sido que les dejase una nota de disculpa o conciliación póstuma como la nota de agradecimiento que le dejé a usted. En cambio, si fui asesinado y el asesino se tomó la molestia de investigar acerca de usted también se hubiera tomado la molestia de avisar a mis familiares de mi fatídica decisión, lo que nos deja en el mismo callejón que al principio, simplemente nos cambio la perspectiva: no creo que importe algo acerca de mis familiares que si los tuve al parecer hubo elementos irreconciliables entre nosotros, perdimos el rastro mutuo y somos desconocidos mutuos, así que obviemos la parte filial.
-Cierto…

Esa tarde continué revisando los diarios, periódicos y todo lo que tenía a la mano, tal vez solo para pasar el tiempo, tal vez con la esperanza de hallar una pista, como sucedía en los años al lado de mi amigo, simplemente era este sentimiento de soledad, ya que los años anteriores si bien ejercité mi capacidad analítica que aprendí al vivir aquí, ahora que mi maestro no estaba me sentía abandonado, no solo por el, sino por las capacidades que acabo de mencionar. Así transcurrió el resto del día, al caer la noche decidí dar una caminata por los sitios que frecuenté con Dupin, la biblioteca de la Rue Montmartre, la Rue C***, la Rue La Martine… todo ha cambiado desde entonces. Creo que para Dupin este hecho no significaría más que una serie de sucesos predecibles en una urbe como París, que a no ser por un suceso apocalíptico éstos cambios serían fácilmente predictivos y hasta cierto grado justificables, ya que el progreso es parte de una monotonía y rutina dentro del ciclo de vida de un homo sapiens, lo único en verdad impredecible es la tragedia, un accidente, una colisión, un meteorito y por qué no, un suicidio. Meditaciones banales, simplezas que me conducían a justificar el acto de mi amigo, pero no por ello me sentía reconfortado, por el contrario, el vacío generador de angustia crecía, haciendo implosionar mi pecho, así que regresé a casa. Llegué hasta el estudio y caí dormido. Tuve un sueño muy extraño ese día, debería adjudicárselo a la fatiga por no haber dormido la noche anterior y el poco sueño a partir de la noticia que derivó en estos sucesos. Yo era Dupin, su bata, sus lentes, sus pantuflas, su pipa, todo era usado por mí en el sueño y estaba encerrado en el estudio, sin poder salir.

Al día siguiente, el ultimo que estaría en ese lugar (y hasta ahora, no he regresado), decidí regresar a casa de G****. Al llegar un vecino de éste me informó que no se encontraba en casa, había salido de la ciudad para descansar, así que no había forma de contactarlo, sin embargo G**** previó mi visita, por lo que el mismo vecino me entregó una nota dirigida a mi.

“Estimado Poe, disculpará usted mi ausencia pero no tengo nada que hacer en París por ahora. Usted comprenderá que para un anciano como yo le es más saludable la visita al campo de forma periódica. Una disculpa por no poder ayudarlo más, lo único que me basta decir al respecto son tres cosas: primero olvidé mencionar que Dupin murió por envenenamiento de Cicuta. En segundo término me gustaría pedirle que se abstenga de verme como un sospechoso de asesinato a Dupin, ambos sabemos que la Cicuta tarda en actuar y no hubiera sido fácil administrársela a Dupin, además ¿Qué ventaja obtendría yo de su muerte? Soy un oficial retirado, no obtengo ventaja alguna por el hecho de que las oficinas de la policía se mudasen a esa casa. Tercero: Dupin se suicido, acéptelo. Un abrazo, no acabemos con nuestra amistad. Sinceramente G****”.

Yo aun creí en la maldad per se del hombre, sobre todo tomando en cuenta que la funcionalidad de Dupin al retirarse G**** iba a ser transferida, cosa que dejaría en ridículo los anteriores logros del funcionario policial. Para mí era razón suficiente. Enseguida me dirigí a visitar la casa del ministro D****, misma que había sido demolida. En la oficina de correos encontré la dirección de su único hijo. Después de presentarme como un viejo amigo de su padre y hablar con el de cualquier cosa para sondear los conocimientos que éste tenia de los últimos actos de su padre llegue a la conclusión de que era una empresa sin sentido, ya que, o simulaba bien el no tener conocimiento absoluto de mi y de Dupin, o en verdad no lo tenía. Empezaba a cansarme, a decepcionarme y lo que es peor y fatal: a aceptar que Dupin se había suicidado. Al medio día regresé a la casa. Caí desfallecido sobre el sillón de Dupin en el estudio nuevamente. El sueño se repitió. Al despertar era de noche y estaba sobresaltado, empapado. Tenía solo esta noche para resolver el misterio: Dupin no podía haberse suicidado, era inaceptable para su propia inteligencia.

Rápidamente decidí vestirme como Dupin, tomar su papel, pensar como esa última noche, incluso simular su suicidio. Abandonado a las pocas evidencias que tenia era el último recurso, sin embargo no esperaba encontrar las respuestas que obtuve.

Una vez ataviado como el difunto, C. Auguste Dupin, mi mundo giró, empecé a recordar el caso de las L’Espanaye, el asesinato de Marie Rogët, la carta que mi amigo hábilmente recuperó de manos de D**** y recordé con éste ultimo el "Atreo" de Crébillon. ¿Qué había sido de la carta que Dupin envió en lugar de la que D*** robó? ¿Acaso el hijo de D***…? No importaba, lo que importaba era encontrar una pista.

Soy Dupin (fingiré al menos), una serie de eventos… no, el deseo de conocer a los filósofos maestros griegos en el primer nivel del infierno dantesco me urge a morir. Sólo el suicidio me conducirá a ello. Cicuta, como Sócrates. Atravieso el recibidor camino a la cocina, de entre la serie de químicos que poseo para mis “recherches” de aficionado tomo la cicuta y bebo casi medio litro, lo suficiente para no sentir dolor. Dejo el frasco y es aquí donde recapacito sobre lo hecho. Estoy sorprendido, pienso en vomitar, corro hacia el baño, en mi desbandada destruyo el pasillo, literalmente derribo lo que se encuentra a mi paso. Una vez en el baño, debajo de las escaleras me doy cuenta de que es muy tarde, por la cantidad ingerida una parte ya estará haciendo efecto en mi sangre y si pudiera eliminar el resto las consecuencias serían más terribles que morir… me dirijo al estudio, con el tiempo necesario para escribir sólo una carta ¿a quién? A mi amigo Poe. Pero mi tiempo es breve, seré breve. Al terminar me acomodo en el sillón, me siento, empiezo a marearme, desfallezco y con las últimas fuerzas levanto mi mano izquierda y acomodo la nota en mi abrigo…

¿Y la segunda nota, la que deja en claro a la policía que se suicido? ¿Entonces que tenía en su mano derecha al morir?... la pipa.

Estoy en el mismo lugar, en el mismo sillón donde encontraron a Dupin, casi amanece. Empiezo a ver por encima de sus lentes de cristales verdes hacia la misma dirección que el lo hacía… hay algo sobre el librero. Una nota. La firma de Dupin y el mismo sello desconocido de antes.

“Mi querido amigo, aún tengo fuerzas para una tercera nota, así que le facilitaré el trabajo, me he suicidado. Suyo C. A. Dupin”

Despierto en el sillón, en medio de un desorden nuevo, esta vez yo lo cree al imitar a Dupin. Es de madrugada, no tengo más que empacar y despedirme de Dupin, de la casa de la faubourg Saint Germain y de París. Al estar parado sobre el quicio y sin voltear, ni cerrar la puerta empiezo a caminar.

– ¿Se suicidó usted Dupin? –dije.
– ¿Cuál es el resultado de su pesquisa mi amigo? –me respondió Dupin.
–Me cuesta creerlo, sin embargo no tengo elementos para asegurar lo contrario.
– ¿Qué lo hace pensar que las cartas que deje son falsas, además de su desconocimiento de mi sello personal? –dijo Dupin.
–Cualquiera puede falsificar una carta, mas no es fácil imitar un estilo de escritura.
– ¿Algún sospechoso viable?
–Ninguno –le respondo.
–Bien, déjelo así, me suicidé –acotó con punto final Dupin.

martes, 19 de mayo de 2009

EL CONTAGIO

Leyendo una revista popular de divulgación científica me acordé de ella. La revista explicaba la forma en que se expanden las enfermedades: “La ciencia médica ha luchado por proteger al ser humano de las enfermedades pero llegan tan imparables porque el contagio está en el aire y se extiende por el aire como una mancha de aceite invisible y amenaza con afectar a cualquiera sin distinción de clase, religión o raza. De hecho, el contagio duerme en el inconsciente colectivo mágico de los seres humanos donde el correo es instantáneo y sin hilos, y donde los mejores descubrimientos y hasta los chismes más falaces corren como la pólvora. En parte, el contagio es favorecido por el caos, un ruido humano que se extiende como un vendaval, y por la locura, un sentimiento irregular que no atiende a razones. Y las nuevas cepas víricas se vuelven más adaptativas a sus enemigos ambientales. El contagio campea a sus anchas y no lo puede frenar el orden establecido, las leyes, las inquisiciones, las puertas blindadas, los aislamientos, la férrea educación sanitaria o los antibióticos o los preservativos. Los virus se cuelan entre líneas y se activan secretamente, y un día, en el momento menos esperado, florece como la hierba en el verano y avanza a pesar de las medidas profilácticas más severas. En este mundo, no hay seres inmunes al 100 por ciento, aunque de pronto surja alguien que parezca contradecir esta ley implacable”.

Carmela era este ser que desafiaba las leyes del mundo. Era la encarnación viva de la inmunidad. No importaba que el contagio arrasara con todos los que le rodeaban, ella permanecía inalterable. Nadie la recordaba de alguna forma distinta, ni los que la conocían desde la primaria o antes de ella. Hiciera frío o calor, ella se vestía siempre igual: portaba como estandarte un vestido gris ratón de manga larga, faldón hasta los tobillos, suéter azul oscuro, gris o negro, blusa oscura abotonada hasta el cuello, zapatos burdos, chatos, masivos e invariablemente negros y tobilleras de colores sombríos; y en la cabeza, siempre la traía cubierta con una pañoleta gris, negra o azul oscuro. Además, usaba lentes gruesos de carey y sin una gota de maquillaje. Su imagen era cruda, sumamente cruda. Las modas del vestir podían contagiar a todas sus compañeras de colegio con los estilos más estrambóticos según los modelos inoculados por los vectores del momento: las medias rotas de la Trevi, los pantalones de cuero de la Guzmán, los vestiditos tipo Blanca Nieves de Tatiana o las falditas de cuadritos de los rebeldes de pacotilla de Televisa. Todas ellas caían como moscas ante el furor contagioso que generaban los atuendos de los deportistas de fama, actores del cine gringo, o de las modas que se imponían las mujeres frívolas de Nueva York o del viejo París. Pero Carmela era inmune a todas esas infecciones, era una roca imperturbable: nada de risitas, ni de suspiritos, ni de andar con los audífonos injertados a las orejas. Su semblante pétreo y sombrío era marca sepultura. Y era recatada hasta en su hablar: pronunciaba las palabras estrictamente necesarias. Por ello, desde la secundaria, los motes de la “Monjita”, la “Madrecita”, “Sor Ratita” fueron algunos de sus apodos más famosos. Todos creían que terminando la secundaria iba a dedicarse a la vida religiosa, pero para sorpresa de todos entró, con la mayoría de sus compañeros, a la preparatoria oficial y por sus brillantes notas consiguió una beca para estudiar la licenciatura en turismo en la Universidad privada de la ciudad, Universidad a la que todos ingresamos. ¿Turismo? Preguntaban los poco informados. Y contestábamos a coro: “Sí, turismo”. Entre risas decíamos que saliendo de la escuela se iba a ir a manejar los hoteles de la santa sede o a dedicarse a organizar tours a tierra santa o peregrinaciones de lujo a San Juan de los Lagos y a la Villita o al Cerro del Cubilete. Pero Carmela era inmune a cualquier burla, jamás se le había visto enojada o molesta ante los comentarios sarcásticos de sus compañeros y su hablar escaso y monotonal era imperturbable. Sin amigos, pasaba impecable de un semestre a otro, obteniendo notas realmente inalcanzables. Iba que volaba para el premio a la excelencia por su record de máximas calificaciones en todos los semestres y en todas las materias. Y más de uno le debía su sobrevivencia gracias a su amable y generosa ayuda. Y los beneficiarios se convertían también en foco de burlas: que si le iban a pagar a la monjirratita con estampitas o si se iban ir de rodillas a Chalma o si se meterían de nazarenos en la Semana Santa.

Pero la incontagiable Carmela un día empezó a mostrar signos de que también ella era vulnerable a esta enfermedad femenina que andan en busca de identidad propia. Seguramente su sistema inmunológico, construido a base de agua bendita, confesiones regulares y retiros espirituales frecuentes, no habían logrado protegerla completamente de los gérmenes infecciosos que pululaban a su derredor. Nadie supo como fue que comenzó su enfermedad. Algunos decían que la había infectado Mónica, alias la Changa, con quien pasó varias tardes ayudándole a salvar el semestre. Mónica era la tipa más estrambótica de la Universidad: siempre impredecible, llegaba a la escuela ataviada con los vestuarios más exóticos como si viniera a una fiesta de disfraces. Otros decían que tal vez fue que el verano había sido insoportablemente ardiente y seco o que la conjunción de las estrellas le habían afectado, y un montón más de explicaciones inverosímiles. El chiste era que su impecable y rígida forma de ser empezó a mostrar fisuras. En una clase del maestro Ardillita se empezó a reír de uno de sus chistes más sonsos. Ardillita se ufanaba de saberse más de 10 mil y contaba cada clase al menos unos diez y no se desanimaba las poquísimas risas que provocaba. Al día siguiente de este primer indicio, Carmela llegó con unas calcetas verdes con bolitas rojas. Este hecho tan inusitado corrió velozmente en la Universidad. “Ya viste: la monjirratita trae calcetas de bolitas rojas”. “Sí, ya le dio sarampión en las patas”. Discretamente le tomaban fotos con el celular y aparecieron en el periódico estudiantil como acertijo sus calcetas. ¿Adivina de quién son? Pero al siguiente día llegó como siempre: con sus calcetas negras. Pensamos que quizá este leve indicio de enfermedad había sido una falsa alarma, o quizá una ilusión óptica o quizá su mamá no le lavó sus calcetas negras y se puso esas verdes de bolitas rojas de alguna de sus hermanas. Aun así, nos pareció escandalosa su conducta. Pero al lunes siguiente entró con una falda verde con bolitas rojas y calcetas de rayas rojas y blancas. Madre mía, la infección le había invadido el vestido. Algunas chavas indiscretas trataron de interrogarla, pero ella sólo alzaba los hombros. Nada le pasaba, dijo, que sólo le había gustado ese vestido y ya. Pero cuando calcetas se volvieron amarillas con estrellas azules y el vestido se convirtió en una falda azul celeste, de manga corta y bastilla apenas cubriéndole las rodillas todos supieron que definitivamente había sucumbido a la enfermedad que sus amigas llevaban años de padecerla estacional o permanentemente. Lo que era indudable fue que la enfermedad había descubierto a una nueva Carmela que nadie había sospechado que debajo de los muros sombríos de sus largos vestidos negros existían unas piernas blancas, hermosas y bien torneadas. Alguien rompió el embeleso y sugirió reportarla a la enfermería de la universidad. Todos miraron con odio al insolente y preguntaron quien se atrevería a denunciarla como enferma cuando su rostro, antes pálido y seco, se había pintado de un rubor que la hacía lucir hermosa y vital. Carmela ahora reía, y caminaba usando con frecuencia la punta de sus pies al dar sus pasos, como si danzara discretamente.

Pero la enfermedad de Carmela siguió avanzando y cuando llegó sin sus gruesos lentes y con un conjunto azul cielo combinado con una chaquetilla roja y una blusa amarilla, de modo que parecía que iba a figurar de modelo para una la publicidad de productos Kodak, supimos que había llegado a un grado tal que ameritaba ponerle una mascarilla de oxigeno o al menos darle respiración de boca a boca (cosa que algunos empezaron a desear pues el carmín de su lápiz labial descubrió unos labios sumamente apetecibles). Ya era una enferma con un alto grado de enfermedad. Y su enfermedad había logrado transformar hasta su nombre pues pasó primero de Carmela a Carmen y luego en Caramel. Su nombre era pronunciado por los chavos lentamente, como si paladearan un manjar. Se había convertido en un apetecible dulce que muchos querían probar.

A pesar de ver como la enfermedad había deteriorado su imagen pétrea por otra que parecía la de una mariposilla, nadie se atrevió a denunciarla ante las autoridades (ni los maestros), pero la verdad Carmen o Carmela estaba en un cuadro crítico que ameritaba con urgencia una intervención médica de emergencia y descubrir si era víctima de algún virus maligno, peligroso y contagioso. Ninguna de sus compañeras había llegado tan lejos en sus padecimientos modales.

Y finalmente, un buen día su estado lamentable disparó la sirena interna de las ambulancias y paramédicos que viven en cada uno de nosotros: Carmela llegó con un conjunto multicolor, el rostro pintado de blanco con grandes manchas negras alrededor de los ojos y traía el pelo teñido de rojo, azul y verde, y sus zapatos parecían más de los de un payaso, aunque sin las dimensiones exageradas. Tan pronto entró en el salón todos de inmediato le tomaron distancia. Algunas de las compañeras empezaron a sollozar y las más sensibles sufrieron un desmayo. El profesor, que venía con retraso, se extrañó al ver que en la puerta del salón había un enorme conglomerado. Cuando pudo abrirse paso encontró a Carmela, en medio del salón, sentada en el piso, sacudida por extraños espasmos y con la pintura corrida sobre el rostro por las abundantes lágrimas que salían de sus ojos. Se acercó. “Carmelita, Carmelita, ¿qué te sucede? Carmela no se alteró: parecía un títere al que se le hubiesen roto los alambres. Avisen al centro médico, rápido, gritó el maestro. Una camilla cargó con el cuerpo espasmódico de Carmela y desapareció engullida en la blancura de la ambulancia.

Durante un tiempo nada se supo de Carmela. Un día, alguien dio la noticia de su recuperación: la había visto con un sobrio vestido sastre, muy elegante, como la gerente de un banco, con su pelo perfectamente peinado en un chongo y sin nada de maquillaje en el rostro. Y una chava que vivía cerca de su casa anunció días después que Carmela iba a regresar pronto a la escuela. La había visto el domingo en misa con un vestido largo, gris y un suéter azul oscuro, blusa blanca abotonada hasta el cuello, y zapatos bajos y sobrios, signos de que ya se había recuperado. Dijo que fue a saludarla y que Carmela le había asegurado que iba a regresar pronto a la escuela. Lo que nadie imaginó es que llegara a la escuela como llegó: completamente vestida de negro, con el rostro demacrado, cubierta la cabeza con una pañoleta vieja. Los rumores inventaron una causa: “Se le ha muerto la mamá”, decían, pero el hecho de que hasta la uñas las trajera de ese color y sus manos y rostro tuvieran un matiz blancuzco cadáver, de modo que parecía un espectro salido de ultratumba y que su ropa oliera a naftalina derrumbaron pronto la teoría del posible luto.

Pero Carmela no venía a reintegrarse sino a anunciarnos su despedida, pues iba a entrar a una orden de la iglesia de la Santa Muerte. Eso explicaba plenamente su atuendo atemorizante. Dicho su mensaje, salió de la escuela seguida por una multitud que intentaba acomodar lógicamente lo que estaba viendo y oyendo. Junto a un auto negro descubrimos a su madre quien nos explicó que el lugar a dónde iba Carmela era el apropiado para que ella no sucumbiera nunca más al contagio pecaminoso de la juventud desenfrenada de estos días.

Ambas mujeres salieron y se subieron a un auto negro y desaparecieron. Por muchos días no supimos nada y cuando el desinfectante del olvido estaba borrando la mancha que había dejado Carmela, un periódico amarillista nos la trajo a la memoria. Una nota de primera plana informaba que un grupo de sicarios de un cártel de narcotraficantes habían ultimado a ella y a su familia. El periódico no explicaba las causas del hecho pero nos horrorizó la mancha roja que ensuciaba su impecable vestido negro.

domingo, 17 de mayo de 2009

LOS SABUESOS

Era la primera vez que iban a usar sus nuevos atributos. Eran los pioneros en la implantación de partes animales a cuerpos humanos. A ellos les habían injertado cabezas de sabuesos para agudizar sus sentidos y convertirlos en los mejores investigadores del cuerpo policiaco de la ciudad. Ahora tenían una visión y un olfato más potentes que cualquier instrumento electrónico. Esta noche tenían que descubrir y exterminar a un peligroso delincuente que se escondían en el conglomerado laberíntico de casuchas de cartón y madera de una colonia miserable. Llegaron al sitio de reunión, sacaron las armas de sus maletines y cada uno tomó un rumbo diferente. En una hora deberían volver a este mismo sitio donde los recogería un helicóptero. Pero apenas habían transcurrido un poco más de 30 minutos y llegaron desesperados. Había que huir de inmediato. Ya habían enviado un llamado de auxilio a la base, pero el helicóptero tardaría en llegar. Sin pensarlo más, abrieron la alcantarilla y se introdujeron rápidamente. Apenas habían cerrado la tapa escucharon los aullidos sobre de ellos. A través de los orificios de la coladera los vieron: eran tres. Sus cabezas de lobo eran grotescas y pésimamente injertadas. De sus hocicos caía una baba espesa que manchaba sus gabardinas en donde se notaban los orificios de los disparos que poco antes les habían hecho: las balas no les habían hecho daño. Los sabuesos asustados, se dejaron caer a la tubería. Sus cuerpos se estrellaron sobre un montón de botes de lata. La coladera fue de pronto arrancada de golpe y por el boquete se asomaron los hocicos de los lobos. Sus ojos brillaban como brasas. Los sabuesos empezaron a correr por las cañerías. Entre más corrían, más sentían como los aullidos les mordían los talones.

Jeremías Ramírez Vasillas

viernes, 15 de mayo de 2009

Asesinato en el Rancho de Joruco

Asesinato en el Rancho de Joruco

Ya se habían retirado todos, deudos y curiosos que se juntaron para el entierro, solamente quedaban don Meli y Bulmaro que era el encargado del orden del rancho de Joruco, sentados sobre una de las criptas del panteón de Capacho, donde enterraron a Gabriel. Meditaban sobre los acontecimientos que los llevaron hasta ese lugar. Don Meli no estaba conforme con las rápidas averiguaciones que hicieron los policías de Cuitzeo y mucho menos con el arresto de Lino, como responsable de la muerte de Gabriel. Los ojos zarcos del viejo don Melitón relampagueaban al hacer memoria.
-Recomponiendo los sucedidos Gulmaro. Algo no´stamos mirando cabalmente a conciencia, vámonos yendo a echarle otra miradita al corral.
-Vámonos don Meli, aquí ya nada hay que hacer. ¿Se fijó? La gente del rancho está dividida, todos los que no vinieron al entierro han de ser los que creen que Lino es el criminal.
-Y cómo podía ser de otra forma muchacho, a todos les dijeron que si pensaban de otro talante, se los llevaban presos. Pero no te creas, si no vinieron jue por la puritita vergüenza de haber habla´o mal del Lino. Mal que bien todos queren al muchacho. Del dijunto ni hablar, después de que se murió se volvió Santo, como debe ser. Ninguno de los dos habló más. Se montaron en sus caballos y se fueron para su rancho.
Joruco queda sobre la carretera que va a Huandacareo, entre Cuitzeo y Capacho, es una pequeña comunidad donde un crimen como el sucedido, era simplemente inverosímil. Fue el domingo en la noche cuando mataron a Gabriel. Ese día desde las primeras horas de la tarde había estado lloviendo, por lo que Lino salía y entraba de su casa, sin decidirse. No le tenía miedo a la lluvia pero le daba flojera pensar que se tenía que ir a pie, la bicicleta le era inservible por lo lodoso de las calles que aunque estaban empedradas, por tanta lluvia se convertían en ríos que corrían hacia la laguna. Faltaban algunos minutos para las siete de la noche cuando por fin se decidió: le había dicho a Gabriel que iría a verlo como a las cinco y media, pero ambos ignoraban que iba a estar lloviendo toda la tarde. Se caló la gorra y salió de su casa. Aún chispeaba por lo que las calles del rancho estaban solitarias, sombrías. Lino muy a su pesar las recorrió a pie, a medio camino se arrepintió, porque sus “tenis” nuevos se le mancharon de lodo.

-Me lleva la fregada. Ya atasque todos los “tenis” de lodo y ni me va a pagar el móndrigo. Pero ´ora sí, si no me paga le rompo su jefa. Pensaba Lino mientras caminaba.
Unos días antes se habían peleado a puñetazos, en la tienda de don Toño, por un dinero que Gabriel le debía desde hacia más de seis meses y Lino lo amenazó de muerte. La casa de Lino estaba prácticamente enclavada en el cerro, la de Gabriel quedaba abajo, a las orillas del pueblo, más allá de esa finca no había nada, sólo los bordes de la laguna que se extendían, ilusoriamente sin llegar a ningún lado. Lino se detuvo antes de cruzar la carretera que dividía en dos al rancho, ahí se quedó un momento, su ojos se fueron hasta la poca agua que se había logrado juntar en la laguna, por la temporada de lluvias, estaba encabritada por el mal tiempo. Lino la veía como un gran agujero negro, en donde el oleaje se largaba en forma de gusanos que se retorcían grotescamente. Se quitó la gorra y se sacudió la espesa cabellera, como si con eso borrara esa imagen desagradable de su mente, prosiguió su camino por la cuneta de la carretera; el graznido de una lechuza que cruzó volando sobre su cabeza lo sobresaltó y pensó en regresarse. Todo le indicaba que no era una buena idea ir a la casa de Gabriel.
-Cuando la lechuza grita, el indio muere.- Se dijo, pero siguió caminando.
Unos cuantos metros antes de llegar a la casa, Lino se detuvo, se recargó en un mezquite que estaba frente a la puerta y empezó a limpiar sus “tenis”. No vio ninguna luz encendida por lo que se quedó ahí, un buen rato. La noche ya estaba serena, había dejado de lloviznar y el croar de las ranas competía con la estridencia de los grillos, aparte de los ruidos naturales, Lino escuchaba un rumor que no lograba identificar, era como si alguien por breves momentos gimiera. Asustado alargó la vista sobre lo escueto del camino pero no observó nada fuera de lo común, todo estaba calmoso de no ser por esa especie de bramido que escuchaba y le ponía la carne de gallina. De pronto, aquel concierto discordante fue silenciado por un aullido violento.
Fue el grito de una mujer. Un chillido agudo de terror que por arte de magia silenció la noche. Después del alarido la calma fue absoluta. Lino instintivamente observó su reloj, eran las siete con cinco minutos, al levantar la vista se percató de que la puerta de la casa de Gabriel estaba abierta y apareció una sombra en el umbral. Era la silueta de una mujer, alta y delgada. Lino corrió hacia la casa, por un momento él y la mujer estuvieron codo a codo porque al ver a Lino salió corriendo; el muchacho vio que la mujer llevaba la cabeza cubierta con una chalina de encaje negro que apretaba contra la boca. Aún no salía de su estupor cuando la mujer ya había desaparecido; no supo en que dirección se fue. El imaginó: -Se la tragó la oscurida´.
La puerta había quedado abierta, dudó un momento pero pudo más su curiosidad y entró. Localizó el apagador y encendió la luz. La casa de Gabriel constaba de tres habitaciones: una recámara, la cocina que también hacia las veces de comedor y la habitación que daba a la calle era la sala, por donde él entró. Las paredes de tabique estaban encaladas y se descascaraban al tocarlas. Desde donde él se encontraba parado, alcazaba a ver que la puerta de la recámara se encontraba cerrada, después desvío la vista hacia la de la cocina; nada más tenía una cortina, lo que le permitió observar la claridad del foco tras la tela, pero no percibió ningún rumor del otro lado. Bajo la ventana que daba a la calle había una costalera llena de mazorcas de maíz, sobre los costales una silla de montar y por todo mobiliario en la sala: había dos sillones, una mesa de centro y un sofá al que se le botaban los resortes. Lino se sobresaltó, mientras recorría con la vista el poco mobiliario del lugar, vio que entre el sillón y la mesa sobresalían las piernas de un hombre que nada más tenía puesto un zapato. Por un instante creyó que se movían, pero desechó la idea, tal vez fueran sus nervios; casi da un salto, efectivamente las piernas se movieron, él se dijo: -“¡Aguas Lino!, nomás los muertos estiran la pata”-. Controló sus nervios y se acercó. Un hombre estaba tendido de costado, con los ojos clavados en la costalera, las manos se le agitaban compulsivamente. No le vio ninguna herida visible pero un hilillo de sangre le escurría de la comisura de los labios. Con horror vio que era Gabriel.
-¿Pero, qué jijos de la chiflada te pasó? Lino se arrodilló junto al cuerpo de su cuñado que en ese momento encogió las piernas, hasta casi tocar con las rodillas el pecho. No se atrevió a voltearlo. Gabriel abrió los ojos:
-Cuña´o… Ya me torció todito…
-¿Quién fue?
-Una vieja…
-¿Qué vieja? ¿Quién era la mujer que salió corriendo, Grabiel?
-No le miré la cara… Nomás sentí el fregadazo… Ya me mató cuña´o…
Gabriel ya no pudo seguir hablando, tosió y vomitó un coágulo de sangre. Los ojos se le quedaron fijos. Las manos que hasta hacia unos momentos se agitaban sin control, quedaron lacias. Lino se levantó y salió corriendo de la casa.

***
-¡Don Meli! ¡Don Meli! Levántese don, ques´to urge con desesperación. Lino gritaba, tocando puertas y ventanas de la casa de don Melitón con impaciencia.
-Ya cállate muchacho, ya te oí, vas a despertar a todo el rancho. Ya voy hombre, qué horas estás de venir a levantarlo a uno. ¡Ah Carajo¡ si apenas van a dar las ocho. Pos, ¿a que horas me dormí? Cuándo don Melitón abrió la puerta, se encontró con la descompuesta figura de Lino que a boca de jarro le dijo:
-¡Lo mataron don Meli! ¡Lo mataron!, Ya’stá todo muerto, los ojos se le fueron pa´tras. Me dijo que fue la mujer y la mujer se fue pa´... corrió pa´ la laguna o vaya uste´ a saber pa´ donde, pero desapareció como ánima que se lleva el diablo.
-¿A quén mataron, cuál mujer, cuál ánima y ´onde está el muerto, al que dices que mataron? Aquiétate muchacho, porque ni yo me entiendo. Antes que todo: ¿quén es el muerto? y ¿en ´onde lo mataron? Le preguntó don Melitón que aún no terminaba de fajarse la camisa.
-¿Pos a quién va ser, don? ¡A mi cuña´o! En su casa de la laguna, la que´ra de su má. Pero apúrese, que nos´ta el horno pa´ viejitos. El nerviosismo de Lino era evidente, en sus manos la gorra ya era un trapo deforme.
-¿Y cuál es el apuro, si está dijunto como dices ni modo que se juera a ir? Le contestó don Melitón que entró por su sombrero.
Antes de ir para la casa de Gabriel, pasaron por Bulmaro, al que le pidió algunas cosas, de ahí se fueron a ver a Domitilo, el sobrino de Bulmaro, para mandarlo a Cuitzeo a que diera aviso al ayuntamiento. El muchacho cuando los vio se hundió la gorra que llevaba puesta, hasta las orejas. Y empezó a balbucear:
-Yo no sé. Yo no vi, Yo ni me acuerdo quien soy…
-Y ahora tú, ¿qué te traes? Le preguntó Bulmaro al notar que el muchacho se puso nervioso.
-Pos nada tío, lo que pasa es que me despertaron.
-Y te duermes con la gorra y las botas puestas y todas llenas de lodo. Ándale vete pa´ enca mi compadre ´Meterio, y le dices que te lleve en su troca a Cuizeo, y le entregas este papel al comandante de policía, luego te regresas pa´ tu casa.
-Si su compadre me pregunta que, ¿pa´ qué?, ¿Qué le digo?
-Pos nada, qué le quieres decir. Tú nada más haces lo que dijo don Melitón. Si se corre el chisme en el rancho de que fuiste a ver al comandante de policía, de antemano sé que tú abriste el hocico y no dudes que te lo rompo.
-´Ta bueno tío, yo no digo nada ni a don Emeterio siquiera.
Eran las ocho y media de la noche cuando llegaron a la casa de Gabriel. La única luz que se veía era la que salía por la ventana de la sala. Todo lo demás estaba completamente oscuro. El camino que salía del rancho llegaba a su fin frente a la casa. Todos los alrededores eran tierras baldías, salitrosas, en donde solamente crecían mezquites y huisaches que formaban bosquecillos apretados de espinas.
-¿Y tu hermana donde está? Le preguntó Bulmaro a Lino que no dejaba de temblar.
-En ca´ mi ma´. Hoy le tocaba ir pa´ allá. Y aunque el Grabiel se enojaba: ´onde manda generala, sus chicharrones no truenan.
-¿Y dices que no le mirastes la cara a la mujer que salió corriendo? Le preguntó don Melitón
-Pos no, llevaba un trapo de´sos que usan pa´ ir a la misa, enreda´o en la cabeza y tapándose la boca. Lo que sí le miré bien, fue el vestido rojo todo entalla´o que traiba por arriba de las corvas y por debajo de las chichis. ¿Pos qué no van entrar a mirarlo? Los apuró Lino porque se habían detenido a unos metros de distancia.
-Entonces la mujer que éste vio, no es de las aquí del rancho.
-Tal parece Gulmaro, a las de aquí no las dejan usar de esos trapos. Pero primero lo que´s primero, hay que mirar el camino, pa´ ver qué nos dice.
Don Melitón le pidió una lámpara de baterías a Bulmaro y se agachó para examinar el lodo del camino. Solamente encontró las huellas de los “tenis” de Lino. Cuando estuvo satisfecho, les hizo un ademán para que lo siguieran y los tres entraron a la casa. Gabriel se encontraba tal como Lino les había dicho. No fueron más allá de la puerta y volvieron a salir.
-Quédate aquí ajuerita Lino, pa´ que les digas a los mirones que no vayan a ser tan brutos de borrar la huellas patales del camino, tienen que estar tal cual, pa´ cuando lleguen los de Cuizeo. Manque, no creo que hoy lleguen.
-Y cómo sabe que van a venir los mirones, nadie nos vio. Le contestó Lino.
-Eso te crees, porque tú no mirastes a nadien, pero bien que nos miró la doña Brígida y con esa tenemos.
-Sí es cierto, esa doña siempre está como las tortugas, debajo del agua pero mirándolo todo.
Bulmaro seguía los movimientos de don Melitón, él que linterna en mano, volvió a recorrer el camino revisando para ver sino se le había pasado por alto algún detalle. Siguieron la calle lodosa unos cuantos metros y después se regresaron por encima de la grama de las orillas. Dos o tres veces se agachó don Melitón y su viejo rostro se iluminó con una sonrisa.
-Échale un ojo Gulmaro, aquí se mira que se torció la pata la mujer. Después corrió pa´ de aquel la´o de los huisaches y de seguro llegó a la carretera. ¿Verda´?
Después circundaron la propiedad. Entre la maraña de huisaches que crecían a ambos lados de la casa, encontraron un sendero que llevaba hasta la puerta de la cocina que daba al corral y de ahí seguía hasta llegar a la orilla de la laguna. Sobre el sendero se distinguían varios pares de huellas de zapatos y de botas de hombre que iban y venían.
Terminado su escudriño y satisfecho don Melitón con lo descubierto, entraron a la casa donde hizo un rápido pero minucioso examen, don Melitón era de esos hombres que con un sólo golpe de vista, se enteran de muchas cosas. Cuando alguien le hacia notar esa cualidad, simplemente decía: “más sabe el diablo…” En el rancho lo tenían en una situación muy particular, era sin ser, por aquello de la no reelección, el encargado del orden. Él, así mismo se consideraba una especie de ministerio público, porque hasta sus oídos llegaban todos los problemas habidos o por haber en el rancho de Joruco. Esa era la razón por la cual Bulmaro siendo el encargado oficial ni objetaba ni opinaba, simplemente aprendía del viejo que a pesar de sus muchos años, poseía una mente brillante y la agilidad de las liebres en cuanto a saltar charcos y brincar cercas. En el rápido examen que hizo de la sala, lo único que le pareció extraño fue que el piso de mosaico de la habitación estaba limpio, demasiado limpio para el chubasco que había estado cayendo durante toda la tarde.
Eran pasadas las nueve de la noche, don Melitón estaba observando el cuerpo de Gabriel, cuando el ruido de un motor lo sacó de sus cavilaciones, no le hizo caso y se fue hacia la cocina, la puerta que daba al corral estaba cerrada. Nada ahí indicaba que hubiera habido una pelea. Sobre la mesa estaba una tranca de mesquite de un metro y medio de larga y gruesa como un brazo, la examinó, pero no encontró rastros de lodo. Un cenicero con colillas de cigarro, varias semillas de mariguana y algunas botellas de cerveza vacías. Don Melitón volvió sus ojos hacia donde estaba el muerto y pensó -En qué andarías metido Grabiel?
-¿Bueno don Meli, qué fue lo que pasó? Le preguntó Bulmaro cuando el viejo regresó a la sala.
-Atínale tú, la puerta de la cocina está cerrada con aldaba. Entonces, a juersas el que lo mató se salió por la puerta que da pa´ la calle, pero el Lino dice que nomás miró salir a la mujer, y cuando entró no había nadien adentro. Y tiene la razón porque como mirastes, las pisadas que vienen de la cocina pa´ la puerta, nomás son las de la mujer. Atínale tú, por ´onde entró o por ´onde se jue. Lo que sí sé, es que al Grabiel le atinaron cuatro fregadazos bien da´os. Te fijastes, los tiene marca´os en la camisa con lodo; van de riñones pa´rriba. Atínale tú, con que le pegaron, porque la tranca ni mojada está y los verdugones que le miré en la espalda, están muy juntos y como acuata´os… Pos si le pegaron, le dieron con un tubo, que es a lo que más se asemejan las hinchazones que tiene. Pa´ mí que le tronaron el cuajo y algunas costillas que se le enterraron en el pulmón, por eso aventó los cuajarones de sangre, cuando el Lino lo encontró
-¿Será el vaso, don Meli?
-Vaso o cuajo, lo mismo da, pa´l caso está bien muerto.
-Esos trancazos no los puede dar una mujer. Aseguró Bulmaro.
-No, pa´ nada. Esto nomás lo pudo hacer un pela´o y bien juersudo. Porque el zapato que no trai el Grabiel, jue a dar hasta cerca de la estufa. Ven pa´ que mires. -Bulmaro siguió a don Melitón a la Cocina.- Mira la tranca, ques lu´nico que se mira con lo que le pudieron pegar. ´Ta limpia, ¿veda´?
-¿Y usted quién es?
Preguntó una voz aguardentosa a sus espaldas. Alzando la cortina de la puerta de la cocina, estaba un policía.
-Pos quén he de ser, sino el mero segundo del encarga´o del orden, aquí presente, como quén dice, soy el ministerio público del rancho, no más que yo, como y meo. ¿Verda´ Gulmaro? Pásenle, pero dígale a sus ayudantes que se limpien los zapatos antes de que se metan pa´ dentro de la casa.
Mientras decía esto, don Meli recogió algo de la mesa de la cocina y lo guardó en la bolsa de su chamarra. Luego entraron otros, tres en total. A pesar de la advertencia de don Meli, sobre el piso de la sala ya estaban las huellas de los tres individuos marcadas con lodo.
Mientras Bulmaro los ponía al corriente de sus investigaciones, don Melitón se fue a sentar sobre la costalera en donde los municipales ya tenían a Lino, en calidad de detenido.
-¿Pos qué les dijistes tarugo?
-Yo nada don Meli. Llegaron sabiéndolo todo, porque luego, luego, se fueron en contra mía, alguien ya les había contado, ha de haber sido el mismísimo que lo mató, que es el único que podía estar entera´o de todo el asesinato.
-Pue´ qué sí, pue´ qué no muchacho.
Murmuro don Meli, mientras veía las idas y venidas del comandante de policía, que le pareció no hacia caso a las explicaciones que le daba Bulmaro, porque, con la punta del pie aventó el cuerpo de Gabriel, que cayó de espaldas.
-Mírelos don, prietos, prietos, con cara de perro en tiempos de hambre, dos flacos y el comandante como lo manda su deber, gordo de cebo.
-Todos estos julanos se miran iguales, Lino. Y mira tú, hasta se trajeron al dotor de los muertos. Cuánta prisa. No han de tener trabajo, por eso llegaron deal´tiro rápido.
Cavilaba don Melitón, cuando un cuarto hombre, maletín en mano entró a la sala y se fue directo al cadáver.
-A este hombre lo asesinaron. Dictaminó el médico.
-Todavía no acaba de mirarlo, y ya supo que lo asesinaron. Ni duda me cabe, este dotor es bien menso. Pero tiene certifica´o. ´Ora sí nos va llevar patas de cabra con estos pela´os, todos los del rancho vamos a ser los asesinos.
Especuló don Melitón que veía cómo el forense se encuclillaba frente al cuerpo y le encajaba una aguja larga a Gabriel, en el lugar donde se encuentra el hígado. Ahí la mantuvo un rato.
-Antes de que le saque la aguja esa que le metió, le pone el dedo en el abujero pa´ que no se le derrame el dijunto, do… tor.
El médico se volvió para ver quien le decía semejante disparate y al mismo tiempo sacó la aguja que no era otra cosa que un termómetro. La sangre brotó como si fuera una fuente, pero la violencia del chorro fue instantánea, tan pronto como llegó hasta el pecho del forense, al que bañó, quedó solamente en un hilito que empezó a manchar la camisa de Gabriel y lentamente se fue empapando de sangre.
-¿Y ´ora por qué me mira todo enoja´o? Pos va ni que yo tuviera la culpa de sus tarugadas. Si quería saber a que horas se murió el dijunto, yo mero le hubiera dicho. Por otro la´o, qué no´stá mirando que al muchacho le reventaron el cuajo a purititos golpes y la sangre está amontonada entre las entrañas, nomás buscando por ´onde salir, y salió. ¿Verda´?
-¿Y usted cómo sabe que lo mataron a palos? ¿Movió el cadáver? Por que si lo movió, alteró las evidencias y le aseguro que…
-Uste´ no me asegura nada dotorcito, sépase que yo soy el comisario ejidal del rancho, la mera policía como que´n dice y uste´ me viene guango y otros tantos como uste´, que no tienen ojos en los ojos, también.
Le dijo don Melitón, muy enojado al médico general, trasformado en forense para dichas ocasiones, y se fue hacia donde estaban los municipales que se habían llevado a Lino junto a la puerta de la recámara, para interrogarlo. El comandante lo estaban bombardeando con preguntas: de quién era la casa, qué había hecho con la esposa del occiso, para qué vino a verlo, algunas otras preguntas y la peor, que fue la que mejor escuchó don Meli, ¿por qué lo mató?
-Es de su má de Grabiel, la viuda que se murió el otro día. Su mujer está en ‘cá mi má, porque hoy le toca ir pa´ su casa. Mi cuña´o me mandó llamar ayer, pa´ que viniera, pa´ pagarme un dinero que me debía. Cuando llegué no miré luz y me quedé ajuera, que fue cuando miré, no, primero ollí el grito de la mujer, ya después la mire cuándo se salió. Ya le dije, no lo maté. Ya le dije, como un chorro montón de veces, que yo no lo maté. Él mismo me dijo antes de que se muriera que fue una mujer la que se lo torció. Pero uste ajuerza quiere que yo lo mate, y ya torció la puerca el rabo. ¡Yo no fui! Pos sepa la mocha quién fue.
-Y ahora usted qué hace ahí arranado.
Preguntó el jefe de los municipales, a don Melitón que revisaba el piso con mucho cuidado. El viejo levantó la vista y le contestó.
-Qué se fija, de repente me siento rana. Déjeme le digo, el Lino no mató a su cuña´o, en eso anda mal de entendederas. Ya sé que allá ajuera los metiches del rancho le dijeron que se peleó con el dijunto y enoja´o le dijo que lo iba a matar. Ya miró, el suelo está limpiecito, limpiecito, güeno, sino juera por sus patas que se miran bien marcadas. Pos como le decía, lo del pleito de éste con el muerto, hasta allí quedó. Durara yo probe lo que esos dos duraban enoja´os. Uste´ le está diciendo al Lino que allí junto al sillón se lo quebró, con la tranca que traín pa´rriba y pa´ bajo, diciendo que es el cuerpo del delito, si así juera tuviera lodo como el que tiene el dijunto marca´o en el lomo y habría muchas huellas de pies o cuando menos las patas del Lino y las del Grabiel, porque no se vaya a crer qu´el Grabiel era mansito, y no´stán más que las que lo trajeron a ver al muerto y las que lo llevaron pa´ juera de la casa.
-Mire don, Ya el encarga´o del orden me explicó todo eso que usted está diciendo, pero yo no creo en fantasmas, éste sujeto fue el único que entró y salió de la casa y el único que lo pudo matar. El cuento de la mujer nomás es para distraer. Y si lo estoy oyendo, nomás es pa´ que después no digan que somos prepotentes. Este sujeto lo mató. Sentenció el policía.
Lino de pronto se desesperó y se dejó caer de rodillas; cuándo se levantó, recobrando la compostura, su mano estaba en la bolsa del pantalón. Don Melitón suspiró y se reacomodó el sombrero. Había visto que Lino recogió un paquetito del suelo, exactamente del único rincón por donde él no pasó su mirada de águila.
Los policías sacaron al muchacho que temblaba sin poderse controlar y lo subieron a la camioneta desvencijada en que llegaron al rancho.
-¡Yo no fui, don Meli! ¡Se lo juro por mi madre qué yo no fui! ¿Qué tanto me miran, jijos de su china hílaria? A cual más de ustedes también se pelearon con el Grabiel ¡Yo no fui, pá, se lo juro por uste mismo, que yo no fui! Gritaba Lino a la gente de que se arremolinaba por fuera de la casa.
-Qué le parece Don Meli, estos pela´os en menos de quince minutos llegaron, hablaron con la gente del rancho y solucionaron el asesinato. Lino mató a su cuñado, sin más averiguaciones. Yo también hable con ellos para decirles que sino saben nada, mejor no habrán el hocico. Pero como usted dijo, ya les soltaron lo del pleito y otras cuantas tarugadas más que ni vienen al caso. Los amenazaron con llevárselos a Cuitzeo para que hablaran porque quieren resolver pronto el asunto. El candidato para diputa´o va ha andar por aquí el próximo jueves y el presidente municipal no quiere que le aguaden la fiesta de campaña. Por otro la´o también la hermana de Lino piensa que él lo mató. Les dijo que cuando Lino se salió de su casa le gritó: que si Gabriel no le pagaba se lo iba a llevar la tía de las muchachas. Ella fue la que más tierra le echó.
-Tú no crees que el Lino jue el que lo mató, ¿Verda´? No vayas a dejar que se lo lleven pa´ Cuizeo. Aquí yo soy el ministerio público, y yo lo encierro.
-Y a poco van a querer, cuando vean su cárcel, más rápido se lo llevan.
-Íra Gulmaro, manque mi cárcel sea uno de los chiqueros de mi casa, cuando los encierro, se los dejo muy en claro, les digo que tiznen su madre si se brincan las trancas y hasta el día de hoy, nadien se me a pela´o. ¿Qué dices a eso?
-No es lo que yo diga don Meli, esa yo ya me la sé, acuérdese que me encerró dos días. Es lo que el comandante piense.
-Ta güeno pues, pero no dejes que se lo lleven. Lo he de encerrar en la troje.

***
El lunes en la madrugada, se llevaron el cadáver. Al medio día regresaron los municipales y se llevaron a Lino, lo enceraron en la cárcel de Cuitzeo a pesar de las protestas y argumentos de don Melitón. Como el hijo del presidente municipal de Cuitzeo estaba en plena campaña para una diputación, tenían que solucionar rápido el problema de tal manera que no le hicieron la autopsia de ley al cadáver y a las nueve de la noche ya estaban velando a Gabriel en la casa de su suegra. En el velorio había varias mujeres que no eran del rancho pero una en especial llamó la atención de don Melitón. En cuanto la vio se lo dijo a Bulmaro y la sacaron al patio para interrogarla.
-Qué estaba haciendo ayer en la casa del Grabriel, muchacha. Le pregunto don Meli a la mujer.
-Y ´ora, qué se trae viejo loco. Yo no estaba en casa de nadie, me confunde.
-No te confundo muchacha, ira trais la mesma chalina, la mesma con la que te tapastes la cara, pa´ que el Lino no te la viera y si me apuro mucho, hasta los mismos zapatos que se te atascaron entre la grama, ahí jue donde se te torció el pie que trais venda´o.
-Mejor hablas o te llevo a Cuitzeo, haber si allá te animas. Le dijo Bulmaro a la mujer.
-Yo no lo maté. Soy su… su querida. Cuando la mujer de Gabriel se va con su mamá, a veces yo vengo para acá o él va… iba a verme a Cuitzeo y el domingo como no fue ni me mando avisar nada, yo me vine.
-¿Entrastes por la cocina?
-Sí, la puerta estaba abierta. Gabriel no estaba, pero llegó al rato. Yo me fui para la sala para esconderme y darle un susto. Él entró solo pero alguien venía detrás de él y le pegó. No se cayó hasta el suelo porque lo atoró la mesa. Pero cuando se enderezó le volvieron a dar otro fregadazo y ese sí lo aventó para el suelo. Me asusté y me pegué a la pared junto a la puerta del cuarto para que no me viera él que lo estaba matando. Ahí me quedé un rato. Pero como no se oía nada, me acerqué a ver que tenía. Estaba tirado con medio cuerpo en la cocina y medio en la sala, la cortina le quedaba encima del cinturón. Estaba vivo porque le roncaba el pecho y como que jalaba mucho aire, entonces lo quise levantar para subirlo al sillón y fue cuando se le voltearon los ojos, grité y me salí corriendo de la casa que fue cuando me vio su cuñado.
-¿Nomas eso pasó, no se te olvida nada, muchacha?
-No, don. Eso es todo lo que sé.
-¿Entonces no vistes al que le pegó con la tranca? Le preguntó Bulmaro
-No, por la cortina nada más se veían bultos. De lo que sí estoy segura, es que no le pegaron con la tranca. Antes de irme a esconder vi que Gabriel la traía en la mano, él la dejó encima de la mesa. El que lo mató le pegó con otra cosa.
-Si el hombre que lo mató, entró por la puerta de la cocina, fue porque Gabriel la dejó abierta. Y la tranca que traía en las manos era para defenderse, a lo mejor lo venía siguiendo. ¿Tú viste para dondé se fue? ¿El asesino cerró la puerta de la cocina con la aldaba? Cuestionó Bulmaro a la mujer.
-¡Ay Gumaro, Gumaro! En que entendederás cabe que el pela´o iba a entretenerse en cerrar la puerta. La puerta la cerró ella, ¿verda´?
-Pos sí, no fuera que el pelado que le pegó se fuera regresar y me diera a mí también. Y hubiera cerrado la de la calle, pero no me dio tiempo porque el cuñado me vio. Y si ya no me necesitan, voy a presentarle mis condolencias a la viuda porque todavía no se las presento.
La mujer volvió a entrar a la casa, se tapó la cabeza con la chalina que traía sobre los hombros y vieron cuando se acercó a la viuda para darle sus condolencias.
-Qué mujer tan sin vergüenza, verda´ Gulmaro. Mira que no dar aviso de lo que le pasó al dijunto, pero cerró la puerta pa´ que no se metiera de güelta el asesino.
-Y a todo esto don Meli, cómo supo que ella era la mujer que vio Lino.
-Una, por la chalina, no jue güena pa´ sacudirla, todavía está blanca de la cal que se destecata de las paderes de la casa del Grabiel. Y dos, la que se le nota más, la pata vendada, la misma que te dije que se torció cuando se jue corriendo.
A las nueve de la mañana del martes fue el entierro en el panteón del rancho de Capacho. No hubo misa de cuerpo presente ni ninguna otra ceremonia. La esposa de Gabriel se enteró de que la querida había estado en el velorio y hasta el enojo que sentía por su hermano Lino, se esfumó. Apresuró el entierro y se quedó en la casa de su mamá para llorar a gusto. No tanto por la muerte del marido, sino más bien por el engaño que descubrió.

****
La mañana está soleada. El campo rebosa de verde. El trote de los caballos es lento, acompasado, sería un día perfecto de no ser por el enojoso asunto que ocupa sus mentes. Mientras Bulmaro y don Melitón llevan rumbo a la casa de Gabriel, van comentando lo sucedido. Para llegar a allá no siguieron el camino, se fueron por la orilla de la laguna que a las once de la mañana, resplandece como un gran espejo plateado.
-Mira Gulmaro, da gusto ver que la laguna tiene agua, aunque pa´ noviembre ya va´star seca otra vez. Yo no sé a que pela´o tarugo se le ocurrió secarla.
-Al mismísimo gobernador, don Meli. Pero le fallaron las tanteadas. Aquí quería construir el aeropuerto que ya están haciendo en Álvaro Obregón.
-Pela´o dos veces tarugo ni construyó pero sí nos perjudicó. Sea por Dios, yo no sé pa´ que van tantos años a la escuela. Yo no jui tantos, pero pa´ mí que todo el asunto del Grabiel está encerra´o en el corral, allí estaban las pisadas. Las de cuando llegaron las botas no estaban, porque todavía estaba lloviendo y se borraron. Luego aparejadas, porque si´van cuidando de no pisar en los charcos, estaban las de los zapatos del Grabiel y las de las botas. Así que primero llegó el pela´o de las botas, luego se salió con el dijunto, que regresó solo y entrando, entrando, se quitó los zapatos llenos de lodo y ahí jue cuando lo mataron. Pa´ mi que estaba descuida´o, medio agacha´o por eso jue que le dieron entre riñones y pulmón. Mira Gulmaro aquí mero, en la membrillera, vamos hacer el panteón del que te platico, pa´ no ir a enterrar a nuestros dijuntos hasta el de Capacho.
-Lo que usted diga Don Meli, a fin de cuentas la tierra es suya. Si quiere hacerla panteón quien se lo impide.
-Nadien Gulmaro, nadien.
Los quinientos metros que les faltaban para llegar al corral de la casa de Gabriel, los hicieron en silencio. Don Melitón repasaba mentalmente lo sucedido. Bulmaro se daba cuenta de eso, porque don Meli murmuraba y gesticulaba dando pequeños golpes en la cabeza de la silla de montar con la mano. Don Melitón interrumpió su soliloquió al ver que la puerta de la cocina estaba abierta. Él y Bulmaro se apresuraron a desmontar y corrieron para la casa, al entrar vieron a un hombre que parecía buscar algo en el suelo. Bulmaro entra primero con intenciones de atacarlo pero don Melitón lo detiene jalándolo del brazo. Parado en el marco de la puerta, don Melitón hunde su mano en la bolsa de la chamarra, saca una bolsita y mientras la balancea en alto dice:
-Esto es lo que buscas Domitilo. Tarde se te hizo pa´ ir por los municipales y contarles, nunca en la vida habían llega´o tan de´a tiro pronto y con todo y el dotor que levanta los muertos. Tú, ´tabas aquí el domingo, te juistes pero te regresastes a buscar esto, ¿verda´?
Don Melitón aventó sobre la mesa una bolsita que contenía mariguana. Cuando el muchacho la vio empezó a tartamudear.
-Pos sí… Pero yo… Pero yo no lo maté. Cuando venía pa´cá de güelta, oí el grito que dio la querida y me fui a esconder entre los huisaches, desde allí miré que un bulto salió corriendo de la cocina pa´l corral.
-¿Y eso fue todo? En primer lugar a qué viniste y por qué no hablaste con los municipales para decirles que Lino no fue el que lo mató. Por qué tú no viste a Lino o sí. Habla o te rompo el hocico. Le dijo Bulmaro a su sobrino Domitilo, al que zarandeaba con coraje.
-Sino hablé fue por puritito miedo. Más miedo de que uste´ me rompiera la madre que de los municipales. Pero ya me cayó en la movida y ni modo. Como la vieja de Gabriel se va todos los domingos con su má, yo aprovechaba y me venía pa´cá con él, pa´ fumamos un churro, ya después bien tuturusco, el Gabriel jalaba pa´ Cuitzeo a ver a su querida que es más güila que una chiva, por eso cuando iba para Cuitzeo le manda avisar, no fuera que se la encontrara con otro, pero el domingo la llovida nos descompuso todo y no le mandó avisar, porque se estaba fumando un… un cigarro con el mandadero y la querida le cayó acá.
-Déjate de tarugadas, mucho miedo que le has de tener al Gulmaro. Más mejor empieza a recordar cómo era el julano que mirastes correr pal corral.
-Achaparra´o y gordo.
-Achaparra´o como una gente chaparra o chaparra´o como que se iba alagartando pa´ que no lo miraran.
-Pos ahora que lo dice, así mismo. No era que fuera gordo, por lo agacha´o se miraba con un lomo largo y gordo.
-Lárgate para tu casa que yo me encargo de contarle a tu papá, lo de la mariguana para que él sea el que te rompa el hocico.
-No sea gacho tío, no le diga y voy a declarar a Cuitzeo pa´ que suelten al Lino. Además la viuda de Gabriel me pidió que viniera a echarles de comer a los animales, porque su apá se fue a llevarle unas cobijas al Lino. Por eso traigo llaves, sino cómo entraba. No se crea que nomás vine por la… Bolsita esa.
-No dejes de preocuparte Domitilo, de qué vas hablar, vas hablar. Sino dije nada de la bolsita jue pá no complicar más el asunto, pero ya te había echa´o el ojo. ´Ora de que suelten al Lino me encargo yo, ya tengo los pelos de la burra en la mano, nomás me falta saber de que color son.
Domitilo entró a la sala y regresó con una cubeta llena de mazorcas, con ella en la mano se dirigió al corral.
-¿A poco ya sabe quién es el asesino don Meli?
-No Gulmaro, to´via no, pero poco me falta. Vamos a revisar de nuevo el corral y deja la puerta abierta por si tenemos que entrar corriendo.
-¿Y por qué hemos de entrar corriendo?
-Tú has lo que te digo que ya sabrás. Mira las huellas del Grabiel, como ya te dije primero, van pa´ la orilla de la laguna, junto con las que ya sabes son del Domitilo, que´s el de las botas. Lo encaminó más pa´ allá de esas piedras que apenas se miran. Luego el Grabiel se regresó hasta aquí en ´onde estamos para´os, pero en lugar de seguir derecho pa´ la puerta de la cocina, se jue pa´ allá de aquel la´o del corral. ¿Qué miras allá? El corral de las chivas, ¿Verda´? Luego, por algo jue a verlas. La dichosa tranca que se llevaron los policías pa´ echarle la culpa al Lino, es la que falta aquí mero, en´onde encierra al macho virriondo que no está.
-Y eso qué, a la mejor alquiló al macho. Además cómo sabe que se fue precisamente para allá, si todo este lado del corral tiene tepetate y no hay huellas marcadas.
-Si miras bien el tepetate, te va a decir que el Grabiel pisó esa mierda de vaca. ´Ora, del chivo eso mero que dices jue lo que pensé en un principio, el domingo que no lo miré, pero después, atínale tú, pa´ qué quitaba la tranca y se llevaba pa´ dentro de la casa. Lo güeno jue que ya no llovió y se ven claras las embarradas de mierda que dejó. Llegó hasta aquí y miró que no estaba el chivo, quito la tranca y luego corrió pal´ corral de las chivas. Ahí mero por ´onde anda el Domitilo se paró, después como el Domitilo se brinco la cerca. Y hazte pa´cá. Porque ya sé quén mató al Grabiel.
Don Melitón y Bulmaro que estaban parados junto al corral de las chivas, vieron que Domitilo tardó más en brincar para dentro, que lo que tardó en brincar de nuevo las trancas del corral, para afuera y salir corriendo hacia la puerta de la cocina porque un chivo iba tras de él, a toda carrera.
-Ya vistes pa´quera lo de la puerta abierta Gulmaro.

***
-Pos ya ven señores que no les miento, al principio hubo algunas cosas que me destantearon pero luego jueron entrando en su lugar. En la última repetición de los hechos que hicimos, hoy en la mañana, el Gulmaro como la másima autorida´, y yo como ministerio público del rancho de Joruco. Sacamos la verdadera verda´, que es la siguiente: Apúntele señor secretario, pa´ que no se les vaya a perder ni´un detalle y nos salgan después con que a Chucita la nalguearon, diría el Lino, aquí presente en calida´ de detenido a huevo, si lo dejaran hablar.
Yéndome hasta el día domingo, el Domitilo llegó a la casa del Grabiel como a las seis de la tarde, se echaron unas cervezas y cuando éste que está aquí y que nos trajimos pa´ que hablara de lo que miró; ya se iba, el Grabiel lo acompaño hasta las piedras por la orilla de la laguna, de allí se regresó el dijunto, pero cuando llegó al corral se dio cuenta de que el Jerónimo andaba en el corral de las chivas, y pa´ que les explico que el Jerónimo es un cabrón, por eso siempre está retira´o de las chivas, másime si están cargadas. Y cargadas estaban, porque ya no´stan, el Jerónimo las hizo malparir a todas. Pos Güeno, cuando el Grabiel lo miró, se encrespó y agarró la tranca que falta en el corral del chivo, que jue la que se trajeron pa´ echarle la culpa al Lino, y con ella le dio sus güenos fregadazos al Jerónimo, pero como el Jerónimo andaba virriondo, no le hicieron los garrotazos. Y ustedes no están pa´ saberlo pero el condena´o del Jeronimo es bravo como el solo, y ya desde endenantes le traiba ganas al Grabiel. En esas andaba cuando llegó la querida, que ya eran como las siete, por eso no encontró al Grabiel en la casa cuando ella llegó. Y aquí está ella pa´ confirmarlo. Verda´ Muchacha.
Güeno, como al Jerónimo no le hacían los fregadazos, y el Grabiel le estaba pegando bien recio, mejor le paró, por aquello de que no lo fuera a desgraciar, jue cuando se acordó de los costales de las mazorcas que tenía allá adentro y le corrió a la casa, pa´ traese unas y darselas, haber si apaciguaba. Cuando entró a la cocina dejó la tranca encima de la mesa, que jue cuando se miró los zapatos llenos de mierda y se entretuvo en quitárselos, casi en la puerta de la cocina. Ha de ver esta´o medio agacha´o desamarrándose las agujetas, cuando se le jue encima el Jerónimo que lo venía siguiendo con todas las intenciones de fregárselo. Le dio en los riñones el primer trancazo, que jue lo que lo mandó contra la mesa, cuando se estaba levantando todo ataranta´o y sin aire, le dio el segundo y se lo atinó en onde empiezan las costillas que se le enterraron en los pulmones. Cuando el Jerónimo miró que el Grabiel ya no se levantó, se regresó pal´ corral, que jue cuando el Domitilo miró al achaparra´o que corrió. En ese entonces jue cuando llegó el Lino, y ya eran más de las siete, hasta ´onde estaba para´o le llegaron los ruidos de cuando el Jerónimo estaba medio matando al Grabiel, porque oyó sus resoplidos enoja´os. En un principio el muchacho quedo tira´o mita pa´ la cocina, mita pa´ la sala que jue cuando la muchacha se le acercó pa´yudarlo, pero no pudo con él y lo dejó tira´o ´onde lo encontró el Lino, después se jue a poner los zapatos que había deja´o en la cocina, porque estaban llenos de lodo y cerró la puerta con la aldaba. Cuando se regresó jue cuando se le voltearon los ojos al Grabiel, y allí viene el grito. Ya iba pa´ juera, pero cuando abrió la puerta vio al Lino recarga´o en el mezquite y se envolvió en la chalina, pa´ que no la reconociera, luego ya se jue corriendo.
Y eso es todo, allí ajuerita amarra´o de los cuernos, en la troca de mi compadre ´Meterio, está el verdadero asesino, se los trajimos en calida de preso, pa´ que suelten al Lino. Así mañana reciben al diputa´o como Dios manda. Y si alguien nos´ta conforme con lo dicho, nomás desamarren al chivo, un ratito, pa´ que no haya lugar pa´ la duda.

***
Cuando llegaron a Joruco, don Melitón le pregunta a Lino.
-En ´onde guardastes el dinero?
-¿Cuál dinero don Meli?
-Hazte tarugo, el que levantaste del suelo cuando te estaban fregando los municipales, junto a la puerta.
-¿De qué dinero hablan? Preguntó Bulmaro.
-Del que se iba a llevar la muchacha, pero que se le calló junto a puerta del cuarto, y éste lo levantó. ¿Era lo que te iba a pagar el dijunto, verda´?
-Pos sí. Ni peso más ni peso menos. El dinero lo dejé en calidá de detenido en la troje. Y aunque no hubiera sido, yo lo miré primero y como dijo el borracho, lo cáido es pa´l que se pone vivo, qué tal si lo ven los municipales. Ojos que te miraron ir, cuándo te mirarán regresar. ¡Ah! que don Meli que no se le va ni una.
-¿Y de eso cómo se enteró? Preguntó Bulmaro.
-Nomás me lo imaginé, cuando la muchacha trato de ayudar al Gabriel de seguro se le salió el dinero de la bolsa, ella lo miró y por la apuración nomás se lo echo al seno. Y de allí mero se le salió por andar enseñando todo el buche, ¿verda´?