martes, 19 de mayo de 2009

EL CONTAGIO

Leyendo una revista popular de divulgación científica me acordé de ella. La revista explicaba la forma en que se expanden las enfermedades: “La ciencia médica ha luchado por proteger al ser humano de las enfermedades pero llegan tan imparables porque el contagio está en el aire y se extiende por el aire como una mancha de aceite invisible y amenaza con afectar a cualquiera sin distinción de clase, religión o raza. De hecho, el contagio duerme en el inconsciente colectivo mágico de los seres humanos donde el correo es instantáneo y sin hilos, y donde los mejores descubrimientos y hasta los chismes más falaces corren como la pólvora. En parte, el contagio es favorecido por el caos, un ruido humano que se extiende como un vendaval, y por la locura, un sentimiento irregular que no atiende a razones. Y las nuevas cepas víricas se vuelven más adaptativas a sus enemigos ambientales. El contagio campea a sus anchas y no lo puede frenar el orden establecido, las leyes, las inquisiciones, las puertas blindadas, los aislamientos, la férrea educación sanitaria o los antibióticos o los preservativos. Los virus se cuelan entre líneas y se activan secretamente, y un día, en el momento menos esperado, florece como la hierba en el verano y avanza a pesar de las medidas profilácticas más severas. En este mundo, no hay seres inmunes al 100 por ciento, aunque de pronto surja alguien que parezca contradecir esta ley implacable”.

Carmela era este ser que desafiaba las leyes del mundo. Era la encarnación viva de la inmunidad. No importaba que el contagio arrasara con todos los que le rodeaban, ella permanecía inalterable. Nadie la recordaba de alguna forma distinta, ni los que la conocían desde la primaria o antes de ella. Hiciera frío o calor, ella se vestía siempre igual: portaba como estandarte un vestido gris ratón de manga larga, faldón hasta los tobillos, suéter azul oscuro, gris o negro, blusa oscura abotonada hasta el cuello, zapatos burdos, chatos, masivos e invariablemente negros y tobilleras de colores sombríos; y en la cabeza, siempre la traía cubierta con una pañoleta gris, negra o azul oscuro. Además, usaba lentes gruesos de carey y sin una gota de maquillaje. Su imagen era cruda, sumamente cruda. Las modas del vestir podían contagiar a todas sus compañeras de colegio con los estilos más estrambóticos según los modelos inoculados por los vectores del momento: las medias rotas de la Trevi, los pantalones de cuero de la Guzmán, los vestiditos tipo Blanca Nieves de Tatiana o las falditas de cuadritos de los rebeldes de pacotilla de Televisa. Todas ellas caían como moscas ante el furor contagioso que generaban los atuendos de los deportistas de fama, actores del cine gringo, o de las modas que se imponían las mujeres frívolas de Nueva York o del viejo París. Pero Carmela era inmune a todas esas infecciones, era una roca imperturbable: nada de risitas, ni de suspiritos, ni de andar con los audífonos injertados a las orejas. Su semblante pétreo y sombrío era marca sepultura. Y era recatada hasta en su hablar: pronunciaba las palabras estrictamente necesarias. Por ello, desde la secundaria, los motes de la “Monjita”, la “Madrecita”, “Sor Ratita” fueron algunos de sus apodos más famosos. Todos creían que terminando la secundaria iba a dedicarse a la vida religiosa, pero para sorpresa de todos entró, con la mayoría de sus compañeros, a la preparatoria oficial y por sus brillantes notas consiguió una beca para estudiar la licenciatura en turismo en la Universidad privada de la ciudad, Universidad a la que todos ingresamos. ¿Turismo? Preguntaban los poco informados. Y contestábamos a coro: “Sí, turismo”. Entre risas decíamos que saliendo de la escuela se iba a ir a manejar los hoteles de la santa sede o a dedicarse a organizar tours a tierra santa o peregrinaciones de lujo a San Juan de los Lagos y a la Villita o al Cerro del Cubilete. Pero Carmela era inmune a cualquier burla, jamás se le había visto enojada o molesta ante los comentarios sarcásticos de sus compañeros y su hablar escaso y monotonal era imperturbable. Sin amigos, pasaba impecable de un semestre a otro, obteniendo notas realmente inalcanzables. Iba que volaba para el premio a la excelencia por su record de máximas calificaciones en todos los semestres y en todas las materias. Y más de uno le debía su sobrevivencia gracias a su amable y generosa ayuda. Y los beneficiarios se convertían también en foco de burlas: que si le iban a pagar a la monjirratita con estampitas o si se iban ir de rodillas a Chalma o si se meterían de nazarenos en la Semana Santa.

Pero la incontagiable Carmela un día empezó a mostrar signos de que también ella era vulnerable a esta enfermedad femenina que andan en busca de identidad propia. Seguramente su sistema inmunológico, construido a base de agua bendita, confesiones regulares y retiros espirituales frecuentes, no habían logrado protegerla completamente de los gérmenes infecciosos que pululaban a su derredor. Nadie supo como fue que comenzó su enfermedad. Algunos decían que la había infectado Mónica, alias la Changa, con quien pasó varias tardes ayudándole a salvar el semestre. Mónica era la tipa más estrambótica de la Universidad: siempre impredecible, llegaba a la escuela ataviada con los vestuarios más exóticos como si viniera a una fiesta de disfraces. Otros decían que tal vez fue que el verano había sido insoportablemente ardiente y seco o que la conjunción de las estrellas le habían afectado, y un montón más de explicaciones inverosímiles. El chiste era que su impecable y rígida forma de ser empezó a mostrar fisuras. En una clase del maestro Ardillita se empezó a reír de uno de sus chistes más sonsos. Ardillita se ufanaba de saberse más de 10 mil y contaba cada clase al menos unos diez y no se desanimaba las poquísimas risas que provocaba. Al día siguiente de este primer indicio, Carmela llegó con unas calcetas verdes con bolitas rojas. Este hecho tan inusitado corrió velozmente en la Universidad. “Ya viste: la monjirratita trae calcetas de bolitas rojas”. “Sí, ya le dio sarampión en las patas”. Discretamente le tomaban fotos con el celular y aparecieron en el periódico estudiantil como acertijo sus calcetas. ¿Adivina de quién son? Pero al siguiente día llegó como siempre: con sus calcetas negras. Pensamos que quizá este leve indicio de enfermedad había sido una falsa alarma, o quizá una ilusión óptica o quizá su mamá no le lavó sus calcetas negras y se puso esas verdes de bolitas rojas de alguna de sus hermanas. Aun así, nos pareció escandalosa su conducta. Pero al lunes siguiente entró con una falda verde con bolitas rojas y calcetas de rayas rojas y blancas. Madre mía, la infección le había invadido el vestido. Algunas chavas indiscretas trataron de interrogarla, pero ella sólo alzaba los hombros. Nada le pasaba, dijo, que sólo le había gustado ese vestido y ya. Pero cuando calcetas se volvieron amarillas con estrellas azules y el vestido se convirtió en una falda azul celeste, de manga corta y bastilla apenas cubriéndole las rodillas todos supieron que definitivamente había sucumbido a la enfermedad que sus amigas llevaban años de padecerla estacional o permanentemente. Lo que era indudable fue que la enfermedad había descubierto a una nueva Carmela que nadie había sospechado que debajo de los muros sombríos de sus largos vestidos negros existían unas piernas blancas, hermosas y bien torneadas. Alguien rompió el embeleso y sugirió reportarla a la enfermería de la universidad. Todos miraron con odio al insolente y preguntaron quien se atrevería a denunciarla como enferma cuando su rostro, antes pálido y seco, se había pintado de un rubor que la hacía lucir hermosa y vital. Carmela ahora reía, y caminaba usando con frecuencia la punta de sus pies al dar sus pasos, como si danzara discretamente.

Pero la enfermedad de Carmela siguió avanzando y cuando llegó sin sus gruesos lentes y con un conjunto azul cielo combinado con una chaquetilla roja y una blusa amarilla, de modo que parecía que iba a figurar de modelo para una la publicidad de productos Kodak, supimos que había llegado a un grado tal que ameritaba ponerle una mascarilla de oxigeno o al menos darle respiración de boca a boca (cosa que algunos empezaron a desear pues el carmín de su lápiz labial descubrió unos labios sumamente apetecibles). Ya era una enferma con un alto grado de enfermedad. Y su enfermedad había logrado transformar hasta su nombre pues pasó primero de Carmela a Carmen y luego en Caramel. Su nombre era pronunciado por los chavos lentamente, como si paladearan un manjar. Se había convertido en un apetecible dulce que muchos querían probar.

A pesar de ver como la enfermedad había deteriorado su imagen pétrea por otra que parecía la de una mariposilla, nadie se atrevió a denunciarla ante las autoridades (ni los maestros), pero la verdad Carmen o Carmela estaba en un cuadro crítico que ameritaba con urgencia una intervención médica de emergencia y descubrir si era víctima de algún virus maligno, peligroso y contagioso. Ninguna de sus compañeras había llegado tan lejos en sus padecimientos modales.

Y finalmente, un buen día su estado lamentable disparó la sirena interna de las ambulancias y paramédicos que viven en cada uno de nosotros: Carmela llegó con un conjunto multicolor, el rostro pintado de blanco con grandes manchas negras alrededor de los ojos y traía el pelo teñido de rojo, azul y verde, y sus zapatos parecían más de los de un payaso, aunque sin las dimensiones exageradas. Tan pronto entró en el salón todos de inmediato le tomaron distancia. Algunas de las compañeras empezaron a sollozar y las más sensibles sufrieron un desmayo. El profesor, que venía con retraso, se extrañó al ver que en la puerta del salón había un enorme conglomerado. Cuando pudo abrirse paso encontró a Carmela, en medio del salón, sentada en el piso, sacudida por extraños espasmos y con la pintura corrida sobre el rostro por las abundantes lágrimas que salían de sus ojos. Se acercó. “Carmelita, Carmelita, ¿qué te sucede? Carmela no se alteró: parecía un títere al que se le hubiesen roto los alambres. Avisen al centro médico, rápido, gritó el maestro. Una camilla cargó con el cuerpo espasmódico de Carmela y desapareció engullida en la blancura de la ambulancia.

Durante un tiempo nada se supo de Carmela. Un día, alguien dio la noticia de su recuperación: la había visto con un sobrio vestido sastre, muy elegante, como la gerente de un banco, con su pelo perfectamente peinado en un chongo y sin nada de maquillaje en el rostro. Y una chava que vivía cerca de su casa anunció días después que Carmela iba a regresar pronto a la escuela. La había visto el domingo en misa con un vestido largo, gris y un suéter azul oscuro, blusa blanca abotonada hasta el cuello, y zapatos bajos y sobrios, signos de que ya se había recuperado. Dijo que fue a saludarla y que Carmela le había asegurado que iba a regresar pronto a la escuela. Lo que nadie imaginó es que llegara a la escuela como llegó: completamente vestida de negro, con el rostro demacrado, cubierta la cabeza con una pañoleta vieja. Los rumores inventaron una causa: “Se le ha muerto la mamá”, decían, pero el hecho de que hasta la uñas las trajera de ese color y sus manos y rostro tuvieran un matiz blancuzco cadáver, de modo que parecía un espectro salido de ultratumba y que su ropa oliera a naftalina derrumbaron pronto la teoría del posible luto.

Pero Carmela no venía a reintegrarse sino a anunciarnos su despedida, pues iba a entrar a una orden de la iglesia de la Santa Muerte. Eso explicaba plenamente su atuendo atemorizante. Dicho su mensaje, salió de la escuela seguida por una multitud que intentaba acomodar lógicamente lo que estaba viendo y oyendo. Junto a un auto negro descubrimos a su madre quien nos explicó que el lugar a dónde iba Carmela era el apropiado para que ella no sucumbiera nunca más al contagio pecaminoso de la juventud desenfrenada de estos días.

Ambas mujeres salieron y se subieron a un auto negro y desaparecieron. Por muchos días no supimos nada y cuando el desinfectante del olvido estaba borrando la mancha que había dejado Carmela, un periódico amarillista nos la trajo a la memoria. Una nota de primera plana informaba que un grupo de sicarios de un cártel de narcotraficantes habían ultimado a ella y a su familia. El periódico no explicaba las causas del hecho pero nos horrorizó la mancha roja que ensuciaba su impecable vestido negro.