miércoles, 20 de mayo de 2009

Juan Colorado

Juan Colorado no era un personaje gris. Tampoco era naranja, verde, morado, azul, rojo, negro… no, lo único que podemos decir es que era constante: ¡siempre vestía de blanco! Y no es que su profesión se lo pidiera, no era médico, no era carnicero, ni pertenecía a alguna secta de África-Asia-América media-oriental-occidental, simplemente vestía de blanco. Por si fuera poco su rutina diaria era invariable: trabajaba de lunes a sábado en una tienda de autoservicio con horario fijo, doce horas diarias. Los domingos, que debieran servirle para descansar, los usaba para ordenar una y otra vez las conservas (demasiadas para una persona normal), primero por contenido, luego por orden alfabético del contenido, luego el orden alfabético de la marca distribuidora y por último y definitivo por color; esta última resolución era siempre la definitiva, del blanco al negro, las latas transitorias de un color a otro eran a veces un problema, a veces un juego y otras tantas un enigma, por ejemplo las latas de sopa “Campbells”, una oda a Warhol.

Su rostro era invariable también: pelo negro, un poco cano, piel clara y ojos verdes. Dientes blancos, labios rojos y una insípida peca café en la mejilla izquierda. Ni hablar de sus pensamientos, siempre creyó que la felicidad consistía en la consistencia, precisamente, ese era su único juego de palabras permisible, no aceptaría una mancha de tinta en su pagina inmaculada. ¿En qué calle vivía? Fácil, en la Colorín Colorado numero sepia.

La descripción del Colorado no es lo importante, bien podría haber sido una piedra rosa, un jilguero dorado o un pensamiento simple y ámbar, lo importante es lo que le sucedió un día de repente, cuando decidió usar calcetines de bolitas, si, de bolitas verde pardo. Ese día tuvo más comezón de lo normal, no le prestó atención. Al día siguiente, satisfecho del resultado del cambio un golpe de valentía le ordeno usar unos tenis acebrados y otros calcetines, esta vez cafés. Así continuó durante una semana. Mientras se ponía unos calcetines negros usaba un pantalón de mezclilla, luego al siguiente día se aventuraba con un a camiseta morado claro con un pantalón de pana verde, unos boxers azules y unos zapatos negros, de charol.

Lo curioso, pero a lo que no le prestó atención es al cambio en su tono de piel, mientras él se convertía en un colorido personaje de semáforo, su piel se transformaba en un musgo amarillento y sus ojos se recubrían de una capa en la esclerótica, antes blanca, ahora del mismo tono de la piel, respetando sólo el limite de sus pupilas. Su temperatura, si la hubiera tomado se habría dado cuenta, iba subiendo acorde con la tonalidad de su ropa: entre más roja o más oscura más alta.

Esto fue continuo y recíproco: camisa azul con pantalón naranja 36.5 grados Celsius; camisa morada y pantalón azul para 37 grados; camisa roja y pantalón azul petróleo 37.5 grados; calcetines amarillos igual a comezón en la cabeza; calcetines café claro un poco de dolor de cabeza; calcetines negros=migraña. Ropa interior verde nauseas; ropa interior negra vómitos continuos. Camisa negra, pantalón negro: 39 grados. Al hospital.

Durante semanas Juan reposó en el hospital reponiéndose de la extrañísima anemia tipo “Coloradosis”, nombrada en honor a su único portador.

Los pensamientos de Juan divagaban, iban de ideas comunistas rojillas hasta ideas de fervor azul religioso. Cambiaban tanto como las sabanas del hospital: azul claro, blancas a rayas, morado insípido.

Llegó la semana de la ropa de cama blanca, a la par con la mejoría de Juan. Hasta que el día de cambio de ropa de cama, la semana que tocaría un continuo cambio de cobijas de flores moradas de campo, Juan se levanto antes de que llegara la enfermera, él con una estabilidad envidiable y sin rastros de la enfermedad, así que antes de que el recibo del hospital llegara y lo pusiera de mil colores tomó la ropa que estaba a la mano: ropa de quirófano blanca y una bata del departamento de lavandería del hospital. ¡Parecía un completo medico! Salió sin problemas por la puerta caminando tranquilamente pero con un poco de prisa. El cielo era gris, iba a llover, la calle era gris asfalto, el ambiente era gris. De repente, a sus espaldas notó la roja alarma que provocó en los guardias de la puerta al avisarles que el multicolor paciente había escapado, los guardias entraron corriendo al hospital a buscar por todos sus rincones. Juan aceleró aun mas el paso sin atreverse a levantar la cara del suelo.

En su huida olvidó tomar el paso peatonal verde, a veinte metros de distancia, así que sin darse cuenta un coche gris (como el día, como la calle, como la suerte y el azar) lo atropelló. El color atónito de la calle empezó a pintarse de rojo, el clima se torno multicolor, obedeció a diferentes tonos: al rojo de la sangre, al verde nauseoso de los espectadores voluntarios-involuntarios, nubes negras de lluvia, sirenas rojas y azules, fuego ámbar que prendía cigarrillos rojos, blancos, verdes, amarillos y hasta rosas de los espectadores; verde de los árboles de la avenida en guardia contra los colores cambiantes de los coches a toda velocidad, todos los tonos, hasta el blanco de los rostros: el del conductor asesino y el de la victima antes multicolor. Empezaba a desaparecer el color de Juan recién recuperado, a excepción de la sangre roja que empapaba la ropa blanca robada. Luego entonces la carne descolorida que alimentará unos gusanos blancos, opacos del panteón donde será enterrado; mismos gusanos que se convertirán en alimento de aves negras, mismas aves que se convertirán en presas de gatos pardos y de otros gusanos, mismos que con sus heces cafés alimentarán plantas verdes. Éstas mismas que alimentarán frutos y verduras rojas, naranjas, mismas frutas y verduras coloridas que alimentarán a otros humanos multicolores que se mantendrán del negro al albino, hasta el día de sus muertes en que alimentará su sangre roja la tierra café, el pavimento gris, su carne marrón a los gusanos blancos, opacos, que alimentarán…