jueves, 28 de mayo de 2009

Urdimbre en la memoria

Urdimbre en la memoria

 

Ya es jueves y la vida es una omisión. Mis pasos retumban entre callejones de baldosas perdidos en algún punto de la ciudad sin nombre. Tengo la impresión absurda de andar el tiempo en dirección contraria. Las sombras son un juego oblicuo al atardecer, pobres, yacen encajonadas en la estrechez del final de un día más. El ahogo por la prisa me habita desde hace tiempo. Siempre la misma velocidad inaudita asalta mi tranquilidad y voltea de cabeza el tímido acomodo de los sucesos en la bitácora de mis reminiscencias.

Al fin llego. Subo por la escalera o eso que parece ser un montón de peldaños amontonados, justo allá, en el último rincón. Todo está impregnado de mugre. En la atmósfera se percibe un olor a pátina de vidas. Cada huella que descubro me remite a una historia. El vaso vacío con dibujo de labial sobre el filo, da para muchas anécdotas, quizá alguna verídica. Una mujer disfruta de bailar salsa, poco antes de irse, pide en la barra un mojito para llevar. Aún faltan unas horas antes de amanecer, el vaso es el único recuerdo de lo que resta de esa aventura. Más allá, observo lo que resta de un cigarro. Tres pasos más y tengo otro hallazgo: una boquilla con apariencia de lámina, está ahí, adherida al piso de cemento, alguien la pisó insistentemente sin percatarse que ya no quedaba ninguna brizna de fuego. Entonces y sólo entonces, imagino al hombre de corbata y traje que fuma y tiene la costumbre sonámbula de hacerlo sin razón. Del mismo modo, viene a mi mente la mujer que fue al encuentro de su amante, diez años menor que ella, se presentó puntual a la cita acostumbrada en algún hotel cercano. Apenas tuvo tiempo de volver a casa antes de que el marido notara su líquida ausencia. Al subir a su auto, encendió el cigarrillo para dejar atrás la ansiedad que permanece abrazada a su piel. La adrenalina de su vida esquizoide la mantiene interesada en vivir un vértigo, sin ella todo sería una costumbre pasmosa y dejaría de tener sentido el sinsentido de lo cotidiano. El chavo con jeans dueño del mundo menos de poder controlar su gusto adictivo por el cigarro y la adición a la libertad que lo apresa en un continuo liberarse de todo y de nada. Casi a punto de rodar cuesta abajo, me encuentro un envase de cerveza. Lleva el tiempo encajonado adentro del cristal color “rompe el día”, esa hora en que los demonios se adormecen o salen de fiesta y pasean desinhibidos a la luz de la oscuridad. Cada cadáver de humo me lanza a inventar acontecimientos que son prólogo para un desenlace. Aquel territorio es un mundo desapercibido, subterráneo y callado, pertenece a la zoología fantástica de lo atemporal.

Al fin, el tercer piso del laberinto.

¾Sí, estoy segura que lo dejé en este nivel, cerca de aquel blanco.

¾¿Me estoy confundiendo con la vez anterior?

Esta manía de vivir corriendo desdibuja mis recuerdos y sólo flotan imágenes vagamundas. La poca luz al interior del estacionamiento me produce vértigo en la memoria. No hay nitidez. De entre el silencio lúgubre, logro escuchar mis propios pasos sobre el piso barnizado de grasa y polvo. Por descuido y costumbre se han ido acumulando capa tras capa.  En automático, rescato las sensaciones de ese día, servirían para cuento de suspenso. El silencio se resquebraja por la música sincopada de mis tacones negros. Me detengo por un segundo, veo mi reloj, un alivio, tengo el tiempo justo para regresar. No quiero llegar tarde.

A contra luz, descubro una silueta con trapo. Se mueve con ritmo acompasado, se le ve el oficio profesional para limpiar la superficie del “Astra” rojo. Las mojigangas desfilan frente a mi sonrisa. Sin detenerme en la imagen onírica del hombre de trapo, introduzco mi mano en la bolsa. Tengo la esperanza de hallar, entre ese mundo de entes, las llaves de mi auto. Toco a cada uno de los seres inanimados que acostumbran visitar los lugares en que deambula mi existencia itinerante. Mi piel adivina formas y voy desechando una a una: la libreta, el monedero, los lentes, los lápices, la pluma, hasta que siento el frío del metal.

 Antes de abrir mi automóvil, se estrella frente a mis ojos la figura de un ser indefenso. Asoma de la chistera de la nada. Me sorprendo al verlo ahí. Tiene una extraña forma de inmiscuirse, de pronto, en mi vida. Sin analizar por qué, me provoca gran incertidumbre. Tiro los dados del juego. Comienzan a surgir mis hipótesis: es una pista, un regalo anónimo, una burla absurda, un invento mío para poder escribir un cuento.

¾¿Cómo llegó hasta aquí? ¾me pregunto, mientras recorro el lugar con la mirada. Ya cerca de la puerta de mi automóvil, trato sin éxito de adivinar el significado de su presencia.

¾¿Lo debo dejar en el mismo lugar?

¾No, mejor será tomarlo con cuidado. atraparlo

¾¿Usted sabe para qué es, quién lo dejó? ¾cuestiono al señor que está terminando de lavar el “Astra”:

Me doy cuenta, un poco tarde, de haber provocado una tormenta de preguntas ajenas a su interés. Ante mi asombro por el intruso, ni siquiera buenas tardes dije. Por única respuesta obtengo, un murmullo:

¾Es una estadística ¾moja el silencio en la cubeta y sigue en lo suyo.

Recobro el pasado y rompo el instante de intriga en mil dudas.
Al ver el ente-objeto con detenimiento, me produce una ternura indescriptible. Lo agarro suavemente con mis manos para no hacerle daño. Subo a mi auto con una calma impuesta por el desconcierto. Abrocho mi cinturón de seguridad. A él  lo coloco a salvo en el asiento delantero. Reversa, hacia adelante, de nuevo reversa, el espacio es comprimido, reducido a un descanso en el ajetreo de la ciudad llena de cotidiano. Dejo atrás mi lugar, queda el vacío lleno de ausencias. Comienzo a descender por el laberinto, a través de la estrecha rampa. Se forma un juego de luz. Por instantes, se ilumina una zona, avanzo y vuelve la oscuridad.

Las ideas giran en espiral. Ahora, transitamos por la calle subterránea. Queda detrás una desviación con un letrero: Calle de Alonso, Teatro Juárez. Sigo en el túnel. No dejo de imaginar un sin número de posibilidades. Voy con mi vecino al lado. Me da la sensación de que es una botella tirada al mar. Alguien la arrojó lejos de las playas de arena. Lo dejaron en el centro geográfico de un día cualquiera. La estadística con rostro de incógnita sigue junto a mí. Puede ser una broma en blanco, sin mensaje, palabras, ni instrucciones para guiar la sorpresa y al sorprendido.

A mi regreso te cuento la historia, sólo poseo algunos hilos de la trama.  Pongo frente a ti al nuevo inquilino, aún no adivino su origen, ni cómo llegó. Me imagino un olvido en cualquier esquina, flores que nacen sobre cristales y permiten ver aromas. Un detalle extraviado que detiene el paso del tiempo. Lo acaricio con la punta de mis dedos y sufre una metamorfosis, en donde escribo: vuelve la oscuridad bajo la mirada del silencio, es jueves y todo es olvido. Las letras negras resaltan sobre lo verde fosforescente del post-it.

 

Rosa Delia Guerrero