jueves, 23 de abril de 2009

NORMA PATRICIA ROSILES

Ultrareloj

Cuadrilongo circular de un sólo ojo, con tres manecillas de tiranosaurio que pastorean un gallo, en forma radial. Como las ánimas, camina sin tener pies; corre sin tener prisa y debilita la alegría, reduciéndola a suspiros. Su exoesqueleto, recubre un cerebro de somormujo porque no sabe contar, más allá, de doce campanadas; aunque, por inercia, sabe multiplicar la duración de la angustia, hasta hacerla eterna. Tictaguea con ritmo cardíaco, a las horas más inadecuadas, sin que lo acallen los zapatazos. Y sirve para dos cosas: para nada y para un poco menos que nada, ya que alarga los períodos de la espera, y aminora los momentos que hacen faltan, para llegar puntualmente a las citas.



El Ataúd.

El hombre, sigue un camino al borde del arroyo. Sus pasos lo guían, sin embargo parece tener un sentido de la orientación ajeno a su persona, se bambolea al compás del viento que arrastra grises nubarrones sobre su cabeza, se detiene cuando un relámpago ilumina el cielo; los truenos se escuchan distantes. Una especie de susurro lo rodea, es un sonido indefinido que lo ensordece y se mezcla con un lastimero aullido que le abre espacio en la mente a la forma borrosa de una mujer. Su andar es un elogio a la tristeza, las manos lacias caen a lo largo del cuerpo que se enciende y apaga como un presente intermitente de ahogo y desahogo.
Del campo abierto, al otro lado del cause, se alzan olas de pájaros que se mueven como un gran reboso negro, agitado por las ráfagas del aire que arrecia, su lúgubre danza termina entre las copas de los mezquites que bordean las riveras y el griterío que las aves emiten al posarse en las ramas, se le encaja en los oídos. En un instante, la bravura del temporal que se avecina, se detiene y una densa calma lo envuelve. Se siente extraviado, camina un tramo hasta llegar a una curva que le oculta el horizonte, al momento de torcer el camino y salir de aquel grupo de árboles, ve la nebulosa silueta de una mujer, corre para alcanzarla pero un golpe de viento, que ha recobrado sus bríos, lo lanza con violencia contra el suelo, se levanta, ya no la ve. La llovizna que empezó a caer, hace que la ropa húmeda se le pegue al enclencle cuerpo que se palma con ambas manos, en busca de dolor, nada siente pero sus prendas están heladas y tiembla. Arrecia el fragor y el cielo se torna de un verdigris sórdido. El hombre, siente como si fuerzas opuestas lucharan por tomar posesión de su ser, en una lucha de estira y afloja, sin embargo no acelera el paso, sigue con su andar acompasado como si un diapasón interno le marcara el ritmo.
Se detiene frente a un jacal, no muy alejado de la hondonada por donde corre el riachuelo, vuelve la mirada un instante y observa la vereda que lo llevó hasta ahí; solitaria, lúgubre, le da la impresión de ser una gran cicatriz que abre el cráneo de la hierba crecida. Unos cuantos pasos lo separan de la puerta, pero no avanza, sus pies pesan como el plomo, se han pegado al lodo, lucha por salir de aquella superficie cenagosa que pretende absorberlo, desesperado grita, con todo el aire que contienen sus pulmones y su grito levanta una bandada de urracas que resisten el vendaval en un Pirul, próximo a la casucha. En ese momento la puerta se abre de golpe, ya liberado traspasa el umbral, da unos pasos, se detiene; no sabe si es más tétrico el interior del recinto o lo que ha dejado atrás. La luz de un relámpago ilumina su silueta en el hueco de la puerta y el perfil de una mujer, junto al fogón, mientras se escucha el retumbar de una centella y el aullido como eco de la misma. El viento azota de nuevo la puerta y ésta se cierra a sus espaldas con estrépito.
Afuera, cada vez con más furia el viento se cierne sobre la barraca que se sacude como una caña seca de rastrojo. Sobre el cauce del arroyo se levantan una multitud de formas blancas que se mueven de tal forma que da la impresión de que el agua verdosa vomitara espectros, dándole un toque de irrealidad a la negra cuenca de las riveras. Por las grietas de las paredes de carrizo del jacal, el aire helado trafica con el calor que emana de la hornilla. El hombre, de pie frente a un hueco que hace las veces de ventana, no siente el frío que se cuela, no ve el arroyo ni los mezquites que se agitan enloquecidos, ni cosa alguna que no sean sus propios pensamientos. El cigarro que sostiene, amenaza con quemarle los dedos. Envejecido más por las penurias que por los años, deja caer la bachicha y la aplasta con el pie, se frota las manos y se vuelve otra vez al ventanuco, sigue con la mirada el culebreo del camino que parece no llegar a ningún lado. Oye los lamentos de los árboles cuando los hiere el viento y le recuerdan el llanto de su madre, no, la imagen que tiene en la mente no es la de su madre, es la de otra mujer, aunque no logra esclarecer la imagen. Sin querer se estremece.
A sus espaldas el cuartucho que lo cobija, ostenta una decoración de pesadilla, al centro un catre rodeado por cuatro veladoras, un par de sillas cojas, una mesa junto al fogón hace las veces de cocina, un calendario del año pasado, con la imagen de la Guadalupana, colgado junto a la puerta y piedras, grandes piedras que siguen las irregularidades de las paredes, sin un aparente significado.
La lluvia, el viento, la noche se presiente de perros. El hombre, se siente perdido en la intensidad de la tormenta, percibe que esa noche todos los seres malignos de la tierra, el aire y el agua se disponen a gozar por la increíble fuerza que ha adquirido la tormenta. Y el aullido que viene escuchando desde que inicio su camino, se deja escuchar de nuevo como respuesta a sus pensamientos. ¿Cuál camino? ¿De dónde regresa? No lo recuerda, las imágenes en su mente aparecen bloqueadas. Pero, la fosa abierta, la tierra mojada y el ataúd, sobretodo el ataúd, está fijo en sus retinas. Allá, dónde se ocultan sus más íntimos sentimientos, las oscuras sombras de su comprensión, sin saber por qué, gimen y se retuercen sin buscar una salida para eso que le condensa las entrañas.
Por instantes parece una estatua, solamente sus ojos dan señales de vida o de locura contenida. Tiene miedo, siente que ese algo intangible que merodea a su alrededor está dispuesto a robarle el aliento, la vida misma, si se lo permite. Las veladoras en sus vasos ahumados arden en el suelo, observa como levantan bultos de sombras, cenizas fósiles que se alargan en las paredes y al llegar al techo se abren en decenas de pequeños animalejos que corren a esconderse entre los recovecos de la techumbre.
En un instante, la negrura de la tarde se funde con la noche. El hombre da unos pasos, se acerca al catre, lo observa queriéndose explicar el por qué de su presencia, pero se siente terriblemente cansado. Repentinamente, los bramidos de la tormenta aparentan de nuevo detenerse, se lleva la mano al pecho, en sincronía con la naturaleza su corazón ha dejado de latir, pero sólo por un instante; con renovados bríos afuera se deja sentir el fragor furioso y su pecho parece adquirir otra vez movimiento.
De uno de los rincones de la covacha, emerge como humo negro la figura de una mujer que se levanta y retira de las brazas un pocillo tiznado que contiene un agua pardusca, se sirve un poco de aquel brebaje pero no lo bebe, deja la olla en que lo vertió junto al fuego y vuelve a su lugar, sentada en el rincón, parece una piedra más, un lienzo negro le cubre la cabeza y no deja ver su cara ni el rosario que se desliza entre sus dedos, anima su rigidez poco menos que cadavérica.
Relámpagos, truenos, viento huracanado que se arremolina haciendo chasquear los carrizos de las paredes y el granizo cae con el estrépito del galope de los caballos sobre el techo de láminas, sin lograr que se rompa el silencio en el que el hombre se acurruca, silencio que es como un puñado de guijarros en su boca, en espera de que algo los haga florecer. Parado junto al catre, no presta atención a la tempestad y parece no darse cuenta de la presencia de la mujer. De nuevo la imagen del ataúd vuelve a su mente. Le da la espalda a la vida que se agita enfurecida, contempla el catre, sobre él, una cruz de ceniza resalta sobre la sábana blanca que lo cubre. La tristeza lo araña y el chisporrotear de las veladoras que apenas despejan las penumbras en que se ha hundido el lugar, es una réplica que asesina.
Se pregunta si habrá algo que no muera. En algún lugar escuchó decir que el mundo de los sentidos se forma de una materia que se desgasta con el tiempo y tiende a desparecer, pero él cree que por fuerza debe existir algo, una realidad detrás del mundo que sea eterno, constante. Piensa que el alma desconectada del cerebro se desintegra en partículas; redondas, lisas, que se esparcen en busca de otra alma en donde seguir su proceso de creación, no es posible que todo termine con la muerte, con una sola muerte. Llora, pero sus ojos están secos. En ese estado de semiletargo, siente que algo muy pesado le oprime el pecho y no lo deja respirar, va a decir algo pero en ese momento cae un rayo y su voz queda ahogada por el trueno.
La mujer en el rincón, deja el rosario sobre una de las piedras, con la vista clavada en el suelo de tierra, llora en silencio y habla para si misma.
—Perdóname Hilario, era l´unico que pedías pa´irte a gusto al panteón, después de tanto y tanto como sufristes, pero no te pude comprar el cajón, estaba rete caro, por eso te enterré encuerado.

Por el ventanuco se filtra la luz de un relámpago que se mimetiza con el hombre y siente que una gigantesca mano, lo arranca de aquel lugar como el viento arranca de cuajo los árboles viejos y el vendaval se lleva entre sus ráfagas el aullido del perro que a pesar de la lluvia monta guardia por fuera de la puerta del jacal.
En la oscuridad de la fosa común, la tierra mojada se pega al cuerpo inerme de Hilario y la imagen de un ataúd, es notoria en la opacidad de sus retinas.


Frente a su ventana

Era de madrugada cuando salí del cuarto. Ella, dormía, su cabeza reposaba sobre la almohada, entre guedejas de pelo negro que hacían resaltar la blancura de su piel; su respiración era lenta, acompasada. Estuve a punto de acariciarla pero el vestido de novia hecho gironés, tirado junto a la cama, me lo impidió. Por un momento dudé, quién era yo, el tímido boticario del pueblo, venido a más por azares de la guerra; quién era ella, la hija del cacique venido a muerto por las mismas razones, con una madre que no soporta la pobreza. Pero esta noche más de dos van a saber que estaban equivocados al creer que por ser el boticario del pueblo tengo que ser un pelele.
Ya no reflexioné más, me fui a buscar a Rutilo. Lo encontré donde siempre, dormía entre la paja del machero, como un perro fiel. Me remordió la conciencia al verlo, los pajuelazos del fuete con el que lo azote, unos días antes, todavía estaban marcados, dos sombras oscuras atravesazaban su viejo rostro, de lado a lado… — “Que le aunque que me pegue patrón, uste´ me salvo la vida, si qu´ere quítemela, más no por eso me he de quedar calla´o, nomás mirando cómo se le perjudica la vida. Esa vieja es capaz de vender a su madre propia, en caso que la tuviera. La muchacha, quere al pela´o ese, al mismisimo demonio pues. Yo mesmo la oí cuando se lo decía a su mama, yo mesmo…“ Sacudí la cabeza para alejar el recuerdo y lo desperté moviéndolo con el pie, — párate, vamos hablar con el capitán sobre el asuntito del que me hablaste el otro día—, lo invité, nada preguntó pero le brillaron los ojos. Pudimos dar un rodeo, pero Rutilo se negó:

—Patrón, en estás horas ni las ánimas, siendo ánimas, salen del camposanto, por el puritito miedo que le tienen a los jijos de su pelona, que andan haciéndose pasar por dijuntitos.
Atravesamos el pueblo, las calles estaban mojadas por la llovizna que desde la media noche había estado cayendo, estaban oscuras, solitarias.
—´Ire las casas, todas remachadas a piedra y lodo, no hay ni´una que tenga los postigos de las ventanas abiertos, como en más antes, manque ya se acabaron los días duros, ´tamos en los guangos, en los que nomás se trabaja media fanega porque los animales ´tán cansa´os, los hombres ´tán cansa´os y como juera de otra forma, si cristianos y bestias no llenan media barriga. En los tiempos en que´stamos, ya nadien sabe quén es quén, el amigo de hoy, pue´ que sea el enemigo de mañana o de pasa´o mañana, ya lo´sta mirando; nomás esas cosas nos dejó la mentada revolución. Pero uste´ no se despreocupe, ´tá muchacho y se las va brincar, d´eso me encargo yo, manque juera el verdadero demonio, el pela´o ese. Las va a brincar…
No nos fue difícil llegar hasta la casa del capitán. Tenía apostados dos centinelas en la puerta, llegamos hasta ellos, dormían la mona después de la borrachera que se pusieron en la fiesta de la boda. Lo demás fue fácil ni la mujer que dormía a su lado, se dio cuenta cuando nos acercamos a la cama y tapándole la boca con un pañuelo, le dijimos al oído:
—No se asuste mi amigo, soy el boticario, nada más quiero que me acompañe para resolver un problema que no admite dilación.
—-Siendo uste´, la masima autorida´ del pueblo, no se puede desnegar, manque sea de madrugada, vamos allí, pa´ juerita. Nomás va ser un ratito. Échese el gabán encima, pa´ que no sienta lo fresquito, no sea cosa de que se lo agarre la fiebre en la descuidada.
No tardamos más de una hora en convencer al capitán, de que me tenía que ayudar a resolver el asuntito o por las buenas, o por las malas. Cuando regresamos, ya se había quitado la llovizna y el cielo empezaba a despejarse. Me quedé un rato más en los macheros, esperando a que clareara. Rutilo, prendió una fogata y me ofreció un cigarro que rechacé.
—Manque no jume patrón, júmeselo, le va a ca´ir bien, ya arregla´o el asuntito que más le da, y llévese este otro pa´l rato, yo sé de que le hablo, yo sé…
Lo vi directamente a la cara, sonreía, y el brillo de sus ojos no se había apagado, reblandecían bajo el ala del sombrero como aquel día en que lo encontré sentado, con los intestinos al aire, junto al cuerpo del hombre con el que se había peleado a machetazos. Pisé la colilla del cigarro y me dirigí a la casa, con un sabor amargo en la boca.
Cuando entré al cuarto, despertó. Prendí el quinqué que estaba sobre el tocador, ella, pudorosa tapó la desnudez de sus senos que habían quedado expuestos a los ojos de la luz.
— ¿Por qué despertaste tan temprano? ¿Ya amaneció? Me preguntó, al mismo tiempo que se desperezaba estirando los finos brazos.
—No he dormido en toda la noche, le contesté y se dio cuenta de que todavía estaba vestido, igual a como ella y el capitán me dejaron unas horas antes, en esa misma cama, creyéndome borracho. Encogiéndose como una gata, con manos temblorosas, jaló las cobijas hasta la cabecera en donde permaneció echa un ovillo, a la vista quedó la sábana; me senté en la lecho y pasé mi mano sobre las gotas de sangre que lo manchaban, lentamente como acariciándolas. Ella, ya sin miedo se acercó a mí pero no se atrevió a tocarme, empezó a explicar con voz angelical que me golpeaba los oídos.
—Estabas medio tomado, ¿no te diste cuenta?, fuiste un poco bruto conmigo, hubo un momento en que llegué a sentir miedo de tus arrebatos. ¿No te acuerdas?, destrozaste el vestido de novia y todo lo demás. No es que yo sepa mucho sobre estos asuntos pero mi madre, me dijo algunas cosas y me hizo bordar estas sábanas, iguales a las suyas… Pero todo cambia, ¿verdad? Una leve risa nerviosa, la interrumpió y puso su mano sobre mi hombro.
Nada conteste, tomé su mano, con delicadeza la dejé sobre su regazo, me levanté y prendí el cigarro en la llama de la lámpara. Con paso lento me dirigí a la ventana, que abrí de par en par. Ante aquel panorama, el sabor del tabaco empezó a gustarme y me quedé un rato frente al balcón, contemplando con satisfacción las primeras luces de la mañana.
— ¿Estás loco?, nos va a dar una pulmonía, no sientes que el aire está escarchado.
Alcancé a oír que ella, decía a mis espaldas. Y desnuda, coqueta, se levantó para cerrarla. Ahí, se quedó aferrada a los barrotes, viendo cómo se balanceaba el cuerpo del capitán, colgado en un árbol frente a la ventana.
Tire en un rincón el pañuelo que aún olía a cloroformo y apagué el cigarro. Salí de la recámara nupcial, no sin antes haber visto en el espejo del tocador que mis ojos brillaban con el mismo brillo indescifrable de los ojos de Rutilo.

Norma Patricia Rosiles A.